Rafik Schami
Escritor sirio afincado en Alemania. Autor, entre otras, de la novela “El lado oscuro del amor”. [+ DEL AUTOR]

Narrar en un idioma extranjero Encuentro enigmático con la “Señora Lengua”

Muchas veces me preguntan, al término de presentaciones de libros, en cartas o en entrevistas, de dónde saco mis historias. Hasta ahora, todas mis respuestas premeditadas han sido en una cuarta parte mentiras totales y, en otra cuarta parte, mentiras a medias. El tercer cuarto de mis respuestas ha consistido en una especie de cúmulo de sílabas murmuradas y tartamudeadas como expresión de mi confusión. En una octava parte, mi respuesta ha sido el silencio. Y el octavo restante, que contenía la verdadera respuesta, estaba ya tan escondido que para los entrevistadores era imposible hallarlo. ¿Quién desvelaría el escondite de su tesoro?

Hoy, sin embargo, quiero desvelarles la principal fuente de mis historias. Lo podré hacer con la conciencia tranquila ya que la he puesto a buen recaudo, de forma que no podrá sufrir ningún daño. No obstante, les tengo que pedir un poco de paciencia. En primer lugar, les voy a hablar sobre la génesis de un libro que versa exclusivamente sobre el lenguaje y el enmudecimiento, es decir, sobre fenómenos que acompañan nuestra vida en el extranjero. A continuación, les haré el regalo anunciado.

el autor sirio Rafik Schami

el autor sirio Rafik Schami en una imagen de archivo. / Claude Giger /Cortesía de Ediciones Salamandra

Ya no me acuerdo muy bien en qué momento surgió la idea de escribir ese libro. Fue a finales de los años sesenta, cuando un redactor cultural me preguntó en Damasco si podía escribir un artículo sobre mi experiencia con la narración. En aquel entonces, la idea me resultó extraña. En Damasco, contar historias es una cosa tan habitual como tomar el té o pasear. Hoy, sin embargo, sé que aquel redactor había presagiado, o incluso profetizado, la amenaza que pesaba sobre el arte de narrar en Damasco y que quería impulsar un debate al respecto para así señalar el peligro que supondría el enmudecimiento.

Llegué a Fráncfort con 25 años, una maleta y cuatro palabras de alemán. Por primera vez en mi vida experimenté lo que significaba estar obligado a permanecer mudo

A pesar de que la pregunta en sí me resultara extraña, me senté en mi mesa e intenté redactar unas páginas coherentes sobre la narración. Pronto me di cuenta de que sabía narrar más o menos bien, pero de que no tenía ni idea del cómo ni del por qué. En vez de encontrar una idea original sobre la técnica y el arte de la narración, me topaba con un sinnúmero de pequeñas y grandes lagunas al respecto, por lo que no me quedó más remedio que rechazar el artículo. Sin embargo, mi curiosidad ya se había despertado. Empecé a devorar libros, novelas y relatos de todo tipo. Y cuanto más intentaba saciar esa curiosidad, más crecía. Esto es lo que ocurre con esta condición imprescindible para el oficio de un escritor.

En 1971 emigré a la República Federal de Alemania. Llegué a Fráncfort con 25 años, una maleta y cuatro palabras de alemán. Por primera vez en mi vida experimenté lo que significaba estar obligado a permanecer mudo. Ese enmudecimiento era una condición necesaria, aunque no suficiente, para la reflexión sobre la voz, sobre las palabras y su síntesis, es decir, la narración.
En 1975, al cabo de un animado debate sobre el arte de narrar en Oriente y Occidente, hice la siguiente anotación en mi cuaderno de notas: tienes que escribir un relato sobre la narración. Lo mejor sería que el protagonista, un buen narrador, enmudeciera, por lo que se podrían crear todos los elementos de la narración en forma de historias. Asimismo se podrían incluir los fenómenos de permanecer mudo en el extranjero y de aprender un idioma extranjero…

Tuvieron que pasar casi diez años hasta que pude vivir una experiencia clave que hizo madurar mi idea y mi oficio. Pronto me surgieron dudas sobre la forma más adecuada para abordar ese tema. Si les digo la verdad, la forma me preocupa mucho más que el tema en sí, puesto que, desde que existe la humanidad, los temas siempre han sido los mismos. Es la forma la que los convierte en arte o, de lo contrario, en insignificantes.

En un principio, me parecía totalmente imposible escribir un libro en alemán. De niño aprendí arameo, árabe y francés, más tarde además inglés

Al igual que hace veinte años, estoy convencido de que un tema sólo puede convertirse en arte mediante una única forma. Se puede abordar un tema en una gran variedad de géneros, pero al fin y al cabo es la forma la que convierte ese tema en un arte auténtico, es decir, inmortal. Se habrán escrito muchas novelas, compuesto muchas músicas y rodado muchas películas sobre la destrucción de la ciudad vasca de Guernica, sin embargo, el cuadro de Picasso ha sido la expresión artística que elevó el tema de Guernica a la categoría de arte. Se puede pasar ratos agradables leyendo las historias de Woody Allen pero, igual que en el caso de Charlie Chaplin, las obras de arte son sus películas. Aída de Verdi, las fábulas de Ésopo, La Gioconda, Don Quijote y Alexis Zorba se han convertido en obras de arte por su forma única, la que todos conocemos.

En otoño de 1985 pasé unos días de vacaciones en el Lago de Constanza. En una tarde normal y corriente, me vino a la cabeza la historia del Narradores de la noche. Durante la noche desarrollé por escrito el esquema del libro. Sin embargo, tuvo que pasar otro año hasta que el esquema se convirtiera en una especie de relato de apenas veinte páginas, que leí como discurso de agradecimiento tras haber sido galardonado con el Premio Thaddäus Troll. A partir de ese momento necesité otros tres años para terminar de escribir el libro en otoño de 1989.

Aquella historia, que narra los acontecimientos en Damasco en los años cincuenta, la escribí directamente en alemán, al igual que todos mis libros posteriores. En un principio, me parecía totalmente imposible escribir un libro en alemán. De niño aprendí arameo, árabe y francés, más tarde además inglés. Empecé a estudiar alemán con 25 años.

El piano del compositor turco Fazil Say es izado hasta una azotea

El piano del compositor turco Fazil Say es izado hasta una azotea, desde la que el citado músico ofreció un concierto dentro del Festival Noches Turcas. Hamburgo, Alemania, 20 de abril de 2010. / Angelika Warmuth /EFE

A mi llegada a Alemania el 19 de marzo de 1971, mis conocimientos del idioma alemán se limitaban a cuatro palabras: “Jawohl!” (Sí, por supuesto) e “Ich liebe Dich” (Te quiero). “Jawohl!” era la palabra que repetían siempre los soldados alemanes en las películas americanas, baratas pero a la vez peligrosas por su trivialización, sobre el Tercer Reich. Las otras tres palabras las pillé de cazadores de turistas en Damasco que gritaban la frase “Ich liebe Dich” en tercer lugar, después de “I love you” y “Je t’aime”, cada vez que veían a una turista rubia.

Era un día de marzo de muchísimo frío. Me caía de sueño. Había pasado dos noches sin dormir con fiestas de despedida en Beirut. Me dormí rápidamente en la habitación de invitados de una residencia de estudiantes de Heidelberg. Cuando me desperté a la mañana siguiente, miré por la ventana del octavo piso y me quedé impresionado por el paisaje que parecía estar cubierto de azúcar. En Siria no había visto nunca semejante fenómeno. Esa fina capa de hielo, me dijo un amable estudiante, se llama “Raureif” (“escarcha”). Esta fue la primera palabra que aprendí en suelo alemán.

Estaba bombardeado de nuevas palabras que, poco a poco, empezaron a instalarse en mi memoria. Mi ambicioso plan de aprender cada día 50 nuevas palabras en alemán no funcionó. Aún así supe sacar gran provecho de mi estrategia. Me apunté a mano cada palabra nueva ya que estaba convencido, y de hecho lo sigo estando, de que esa escritura paciente y tenaz me iba a ayudar a reconocer esas palabras al cabo de un tiempo. Aquellas palabras que dejé sin apuntar se desvanecieron rápidamente. No es que las olvidara, pero no las tenía tan presentes como a sus parientes apuntadas que, a su vez, sobresalían como colinas en la llanura de mi lenguaje. Aquellas palabras que se asociaban a historias o experiencias personales formaban una montaña recia e indestructible.

En ese paisaje montañoso hay una palabra, firme como una roca de granito y que, cada vez que la oigo, me pone la piel de gallina: “Leichenschmaus” (Comida tras el entierro). La palabra “Leichenschmaus” está estrechamente relacionada con Yosef, quien me la enseñó. Yosef fue el primer árabe que conocí en Heidelberg. Era amigo de mi hermano mayor y sin habérselo pedido me ofreció, de una forma bastante patética, como en una película mala sobre la mafia, su protección.

Yosef tenía diez años más que yo y había llegado de Damasco a Alemania en 1955. Formaba parte de aquella generación de extranjeros que fue recibida en el aeropuerto por sus anfitriones alemanes como unos astronautas exóticos. Me habían hablado de ese ceremonial. Sin embargo, aquel día de marzo de 1971 cuando llegué a Alemania, nadie me estaba esperando y tuve que vagar durante mucho tiempo por el aeropuerto de Fráncfort para encontrar la salida y la forma de llegar a la estación central, de donde tenía que coger el tren para ir a Heidelberg. A Yosef, sin embargo, le esperaban un catedrático y su familia. Durante las primeras semanas de su estancia iba a vivir en su casa, hasta que hubiera conseguido todos los papeles, su plaza en la universidad y un alojamiento. Era un día soleado de primavera. Después de la merienda, el cabeza de familia propuso dar una vuelta por el cementerio cercano. Yosef estaba consternado de haber tenido la mala suerte de llegar justo en un día de luto para la familia. Se apresuró en darles su pésame, pero el cabeza de familia le tranquilizó: no iban a asistir a ningún entierro, sino simplemente a dar una pequeña vuelta. El anfitrión se sorprendió mucho al ver que Yosef se puso pálido. Pensaba que a su invitado no le había sentado muy bien la tarta de nata, algo pesada, por lo que le ofreció que se tumbara en el sofá y descansara un rato. Cuando a la vuelta de su paseo vio que su invitado se encontraba perfectamente, estuvo más tranquilo.

Para cualquier árabe, un cementerio es un lugar de horror y de vanidad, y la mera mención de su nombre le inflige miedo. Sin embargo, los alemanes han convertido sus cementerios en parques para pasear, como si no temieran a la muerte. El aspecto de algunos cementerios da incluso la sensación de que los alemanes se divirtieran con la muerte. En cambio, los cementerios árabes son insignificantes y descuidados, como si los árabes quisieran desterrar la muerte de su memoria.

Me apunté a mano cada palabra nueva ya que estaba convencido, y de hecho lo sigo estando, de que esa escritura paciente y tenaz me iba a ayudar a reconocer esas palabras al cabo de un tiempo

A la semana de llegar Yosef a Alemania murió la madre de su anfitrión. Yosef no había conocido nunca a la anciana, pero para él era lo más normal acudir al entierro. Con mucha paciencia, el catedrático le explicó el orden en que iba a desarrollarse la ceremonia. Le hablaba en alemán y solo cuando tenía la sensación de que Yosef no entendía el significado de sus palabras, añadía una breve explicación en inglés. Sin embargo, Yosef estaba tan bien educado que siempre asentía con la cabeza. Incluso llegó a responder afirmativamente a la pregunta de “¿Usted me entiende?” sin haberla entendido en absoluto.

La lengua es como una señora misteriosa. Vive en una casa. No obstante, la “Señora Lengua” es bastante peculiar: deja entrar a los niños antes de que aprendan a gatear. En cambio, cuando se le acerca un adulto, cierra la puerta de su casa con llave

Aquel día, sin embargo, lo había entendido casi todo, sin conocer todas y cada una de las palabras, porque Yosef era cristiano y estaba familiarizado con el ritual funerario en la capilla y ante la tumba. Tan solo la palabra “Leichenschmaus” (Comida tras el entierro) le desconcertaba. Fue a su habitación para buscarla en un simple diccionario alemán-árabe. Para “schmausen” (disfrutar comiendo) encontró “comer ruidosamente o con deleite“. También encontró la palabra “Leiche” (plural: “Leichen”) que significa “cadáver”. “De repente me acordé de Hitchcock”, me contó Yosef más tarde, ya que el catedrático tenía cierto parecido con el cineasta británico. “Luego pensé en aquellos aborígenes que se comían una parte del cadáver de su familiar para llevárselo a su interior. El catedrático había pasado largas temporadas en África, Asia y Latinoamérica. A lo mejor había adoptado un misterioso ritual de alguna tribu. En medio de esa confusión mental escuché la voz de mi padre que siempre había sentido fascinación por la firme fe de los alemanes”, continuó Yosef. “Has de saber que mi padre era católico practicante. Admiraba las tijeras de Solingen, el correo alemán y el fervor religioso de los alemanes”.

El padre de Yosef era muy rico. Hacía negocios con varias empresas europeas y dirigía, además, una filial de un fabricante alemán de coches de lujo. Le había inculcado a su hijo que no iba a saber lo que significa una fe verdadera hasta que no viera a los alemanes. Para él, Lutero no era ningún cismático, sino un católico mal comprendido que defendía la pureza de la doctrina. A diferencia de los ignorantes de Damasco, en Alemania sabían lo que significaba la eucaristía.

Inmerso en su soledad, Yosef pensaba que aquí se iba a reunir una comunidad cristiana primitiva que, unida en el espíritu de Cristo, iba a comer una parte de la madre fallecida. Recordaba que ya de niño, el cuerpo de Cristo le había creado serios problemas. “Quería a Jesús más que a mi propio padre”, me contó, “y encima me lo tenía que comer todos los domingos. ¿Te imaginas? Por supuesto, se trataba de un acto simbólico, pero aquel trocito de pan siempre se me quedaba en la garganta como un trozo duro de carne”.

Ya era tarde para soltarle al catedrático la mentira de que era musulmán. Con gran pasión había hablado, durante los primeros días de su estancia, de su pertenencia a la minoría católica de Damasco, causando gran impresión entre sus anfitriones. Pensaba que lo mejor sería decirle al catedrático que era vegetariano y que, desgraciadamente, no podía participar en el ritual. Sin embargo, esta excusa tampoco valdría porque ya llevaba un tiempo comiendo con la familia, y casi todos los días se servía carne. Finalmente decidió alegar tradiciones y costumbres árabes que le prohibían comer familiares muertos, cualesquiera que fueran las circunstancias.

Sin embargo, las cosas ocurrieron de una manera totalmente distinta. A la salida del cementerio, la comitiva se dirigió a un restaurante elegante, se sentó en una mesa larga, para comer, reír, hablar y beber juntos. Solo Yosef, el sirio, estaba sentado, atónito, y no creía lo que estaba viendo. Al poco tiempo, cuando a la gente empezaba a subírsele el vino a la cabeza, el grupo se volvió cada vez más alegre y las expresiones menos formales. El catedrático contó algunos episodios vividos con su madre durante su infancia, cuando ésta, en la Segunda Guerra Mundial, robaba pan y verdura y lo escondía debajo del niño en el carrito. Hasta el día de hoy, decía el catedrático, sentía un dolor repentino en la espalda cuando veía verdura. La gente se tronchaba de risa y se iban superando, el uno al otro, con nuevas anécdotas. Poco a poco Yosef se dio cuenta de que, de esta forma, la gente ayudaba al catedrático a superar su dolor y a asumir la pérdida de su querida madre. En Damasco, en cambio, durante el entierro la gente llora con la familia del fallecido como muestra de cercanía y acompañamiento. Una vez más, el fin es el mismo, aunque los medios varían de una cultura a otra.

Volvamos a la pregunta: ¿qué experimenta un extranjero al aprender una nueva lengua? La lengua es como una señora misteriosa. Vive en una casa. Esa casa puede ser vieja y estar en ruinas, puede ser de nueva construcción en cuanto a objetividad o bien ser exagerada en formas y colores. Sin embargo, lo misterioso de todo ello es que, por muy pequeña que sea la casa de una lengua, es capaz de acoger a toda la humanidad. Cualquiera que quiera conocer a la “Señora Lengua”, tiene que entrar en esa casa. No obstante, la “Señora Lengua” es bastante peculiar: deja entrar a los niños antes de que aprendan a gatear. En cambio, cuando se le acerca un adulto, cierra la puerta de su casa con llave. Muchos se resignan en ese momento, pero aquellos que logren entrar, se verán compensados con creces. Hay que tener la paciencia y la astucia suficientes para abrir la cerradura de la puerta.
Cuando una persona, una vez superado ese obstáculo, entre en la casa, conocerá a sus habitantes y a sus culturas. Aprenderá, además, a llamar a las cosas por otro nombre, a escuchar sonidos que hasta entonces ignoraba y a incorporarlos en su pronunciación, ya que la lengua obedece al oído. Tiene que atravesar corredores estrechos y, a ratos, oscuros. Se tropezará con frecuencia. En la casa de la lengua alemana, por ejemplo, uno de los corredores lleva un cartel con la inscripción “Pasillo de los prefijos”. A la hora de formar palabras se pueden utilizar los siguientes prefijos: ab-, an-, auf-, aus-, be-, bei-, dar-, ein, er-, hin-, hinter-, nach-, über-, um-, unter-, ver-, vor-, weg-, wider-, zer-, zu- y zusammen-. Cada uno de esos prefijos le da un significado diferente a la palabra.

La pintura, música y literatura creadas por inmigrantes en este país podrán mostrar, a pesar del poco tiempo transcurrido y de los republicanos, algunos frutos extraordinarios

El extranjero se confundirá, pero no tiene remedio. Tendrá que pasar por varios de esos pasillos. Para un árabe, por ejemplo, el corredor más incómodo es el de los artículos: “der, die, das”. En árabe solo existe el artículo “al”, el neutro no existe. Con frecuencia, el extranjero tiene que masculinizar, en la nueva casa de la lengua, objetos que, en la casa de su idioma materno, siempre había conocido y percibido como femeninos: árbol y pie, por ejemplo, son femeninos en árabe. Además, un árabe nunca entenderá por qué tendrá que llamar (en alemán) a una mujer joven “das Mädchen”, o sea, utilizando el artículo neutro. Creo que no hace falta que les hable de las dificultades del corredor “fusión de palabras”. Para decir lo que en alemán se expresa con la palabra “Aufenthaltserlaubnisformular” (formulario de solicitud del permiso de residencia), un árabe necesitaría toda una frase. Para hablar en una carta a los padres de su novia, cuyo padre es “Oberweserdampfschiffahrtsgesellschaftsvorsitzender” (presidente de la sociedad de navegación a vapor de la parte alta del río Weser) le harían falta varias líneas.

El corredor “p y b en una palabra” también tiene su complicación. En árabe, la letra “p” no existe, y tener que pronunciar la frase “Pablo Picasso vivía en París, al igual que Pablo Neruda” casi equivale a una tortura. Cuando una “u” y una “ü” coinciden en una misma palabra, un árabe se hace un nudo en la lengua. El idioma árabe no conoce la “ü”. “Zuruck” no se dice, ni tampoco “züruck” o “zürück” (siendo la palabra correcta “zurück”). Si el extranjero consigue abrirse paso por todos esos corredores, puede llegar a seducir aún más a la misteriosa “Señora Lengua” y acercarse más a ella.

Un extranjero nunca debe tener la ilusión de dominar un idioma que no es el suyo. Al igual que a la mayoría de las mujeres, a la “Señora Lengua” no le gusta que se la domine. Hay que seducirla con astucia y paciencia, de forma que decida libremente quedarse con uno. Solo entonces ella estaría dispuesta a tomarte de la mano para llevarte al siguiente piso. Se trata de una escalera muy empinada y con frecuencia ocurre que el extranjero se rinde y que vuelve a la planta baja para quedarse rodeado de niños, o que regresa huyendo a la casa conocida de su lengua materna.

Si, gracias a su paciencia y astucia, el extranjero llega a uno de los pisos superiores de esa casa, podrá abrir alguna que otra ventana para contemplar ese magnífico paisaje que, desde la aún cercana casa de su lengua materna, nunca había podido disfrutar. Se puede sentar en el alféizar para divertirse comparando los jardines de las dos casas y creando, en su imaginación, cruces exóticos y extraños de flores. Lo misterioso de todo ello es que esos cruces de árboles y flores surgen inmediatamente en el jardín de la lengua en el que vive el extranjero. Un nativo nunca verá algunas de esas flores en todo su esplendor. La pintura, música y literatura creadas por inmigrantes en este país podrán mostrar, a pesar del poco tiempo transcurrido y a pesar de los republicanos, algunos frutos extraordinarios.

Una mujer turca escribe la palabra “integración” en un aula

Una mujer turca escribe la palabra “integración” en un aula de un centro intercultural para mujeres de Wilhelmsburg. Hamburgo, Alemania, 25 de noviembre de 2004. / Patrick Lux /EFE

Volvamos a la casa de la lengua. En uno de los pisos superiores, los pasillos se hacen más luminosos, los suelos están cubiertos de alfombras gruesas y suaves, de forma que, el extranjero ni siquiera se da cuenta cuando tropieza, a no ser que sus amigos le corrijan. La palabra “Ekel” (asco o persona repugnante) me estuvo esperando durante 18 años. Cuántas veces habré dicho “das Ekel” (persona repugnante) cuando en realidad quería decir “der Ekel” (asco). Por mera casualidad descubrí hace poco la diferencia entre ambos “Ekel”.

En mis sueños, mis vecinos de Damasco ya hablan en alemán. Solo cuando mi madre empieza a hablar en alemán me despierto

Loco por su amante, el extranjero empieza incluso a utilizar en sueños la lengua de ella. En mis sueños, mis vecinos de Damasco ya hablan en alemán. Únicamente cuando mi madre empieza a hablar en alemán, me despierto. Me doy cuenta, dentro del sueño, que estoy soñando.

La vida de un extranjero en la casa de su nueva lengua se parece a una aventura. Una aventura también puede ser muy dolorosa y plantear interrogantes pero, finalmente, nos acerca a tierras desconocidas. Por otra parte, cuantos más pisos suba en la casa de su nueva lengua, más se aleja la casa de su lengua materna. Ese alejamiento se produce muy silenciosamente y, en un momento dado, el extranjero se sorprende de lo mucho que se ha alejado ya de la casa de su lengua materna. Es entonces cuando entra en conflicto con sus recuerdos y, por ende, con su identidad. No obstante, esa identidad no se divide ni se pierde, solo se hace más complicada y más rica.

Tras haber subido varios pisos, la pasión inicial del extranjero por esa señora misteriosa se convierte en un amor verdadero. La expresión de su amor es la curiosidad sin límites que siente por ella. La “Señora Lengua” le responde, por lo que el extranjero se vuelve aún más curioso.

Sin embargo, en mi opinión, el extranjero nunca llegará al ático de la casa, donde se hallan escondidos tesoros que, probablemente, nunca encontrará. En ese punto dependerá de la ayuda de amigos sensibles, pero no sentenciosos, que le presten una cuerda para que el extranjero pueda subir trepando al ático, puesto que no hay escalera. Con toda mi astucia y, a veces, incluso con remordimientos, he intentado subir solo por esa maldita cuerda. Sin embargo, los 25 años vividos en la casa de mi lengua materna me han privado de toda agilidad. Además, escalar nunca ha sido mi punto fuerte.

La fuente de mis historias es la lengua de los demás. Las personas, por muy parcas que sean en palabras, siempre tienen algo que contar

Como les he prometido al principio, voy a desvelarles la principal fuente de mis historias. Mi respuesta franca y sincera es la siguiente: la fuente de mis historias es la lengua de los demás. Las personas, por muy parcas que sean en palabras, siempre tienen algo que contar: experiencias, vivencias imaginarias o sueños. Y lo cuentan sin más, de la forma más natural. A menudo, las personas hablan en clave y muchas veces, por debajo de un montón de aburridas banalidades, se encuentra una valiosa perla. Solo hay que tener tiempo y paciencia para sacar esa perla de los relatos de amigos, colegas o incluso de compañeros de viaje en un tren interurbano.

De sus historias cualquiera puede sacar ideas para sus relatos, incluso pistas para sus novelas. Esas fuentes mágicas no se agotarán mientras haya vida en la tierra. La clave está en saber escuchar.

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