Hacia una difícil transición democrática
Pakistán, el único país islámico que posee armamento nuclear, ha iniciado con el empuje de su población pero bajo muy difíciles circunstancias la transición hacia la democracia. Las elecciones del 18 de febrero de 2008 devolvieron por un instante a los millones de paquistaníes que creen en la democracia la ilusión de pensar que con su voto conjuraban los demonios que atenazan el país: una larga serie de crisis que va desde la institucional a la escasez de alimentos básicos, e incluye la energética, la inflacionaria, la agudización de los déficits presupuestario y comercial y el agravamiento de las desigualdades extremas entre pobres y ricos. Todo ello envuelto en un clima de violencia sectaria y secesionista.
Hastiados de sentirse una marioneta manejada por el juego de intereses de Estados Unidos y profundamente preocupados por el incremento de la insurgencia que azota el país, los paquistaníes vivieron con satisfacción una jornada electoral interpretada como un plebiscito contra Pervez Musharraf, el general golpista convertido en presidente civil a finales del año pasado. El derrumbe del partido gobernante –la Liga Musulmana de Pakistán Quaid-e-Azam (PML-Q)– y de las fuerzas integristas religiosas –Muttahida Majlis-e-Amal (MMA)– fue una suerte de espejismo en el que muchos paquistaníes quieren ver el inicio de una transición pacífica hacia la democracia y el final del círculo vicioso que ha gobernando sus 61 años de historia como Estado independiente: militares corruptos e ineptos sucedidos por políticos corruptos e incompetentes.
Militares corruptos e ineptos sucedidos por políticos corruptos e incompetentes han gobernado los 61 años de historia del país
No va a ser fácil. Los triunfadores de los comicios fueron los partidos moderados y progresistas –el Partido Popular de Pakistán (PPP), que lideraba la asesinada Benazir Bhutto, y la Liga Musulmana de Pakistan-Nawaz (PML-N), que dirige el ex primer ministro Nawaz Sharif–, pero ninguno de ellos ha obtenido una clara mayoría. Están condenados a entenderse si quieren acabar con el poder del dictador e impedir que el país no se hunda en el abismo. Mientras tanto, Musharraf, atrincherado en el sillón presidencial, azuza los odios existentes entre Sharif y Asif Ali Zardari, el viudo de Bhutto y actual copresidente del PPP, para frenar la formación de una coalición gubernamental sólida entre dos partidos que son enemigos históricos y mantienen serias diferencias ideológicas.
El hecho de que tanto Zardari como Sharif estén fuera del Parlamento complica aún más las negociaciones. El viudo de Bhutto no se presentó a las elecciones porque su fama de corrupto –durante los Gobiernos de Benazir (1988-1990 y 1993-1996) le llamaban Mister 10%– era un fardo para el PPP, que se vio obligado a aceptarle como copresidente tras el asesinato de la líder. En cuanto a Sharif, su candidatura fue rechazada por la Comisión Electoral porque el régimen consideró que ya había hecho bastante con permitirle volver a Pakistán antes de cumplir el acuerdo de diez años de exilio con el que conmutó, en el año 2000, su condena a cadena perpetua por corrupción.
La Asamblea Nacional tiene 342 escaños, pero sólo 272 son elegidos por sufragio universal. Los restantes 70 corresponden a las cuotas de mujeres –60 escaños– y de no musulmanes (cristianos e hindúes) –10 escaños–, que los partidos asignan automáticamente según la representatividad obtenida. La muerte y el asesinato de tres candidatos, además del de Benazir Bhutto, hizo que sólo se eligieran 268 diputados. En los próximos meses se convocarán unas elecciones parciales para cubrir los cuatro escaños de los lugares en los que no se ha celebrado. Todo apunta a que Zardari y Sharif aprovecharán la oportunidad para abrirse las puertas del Parlamento.
De momento, ambos líderes se han comprometido a «unir sus fuerzas» para restablecer la Constitución de 1973, limpia de todas las enmiendas realizadas por Musharraf y por el dictador Muhammad Zia-ul-Haq (1977-1988), que dotaron al jefe del Estado de poderes extraordinarios. Esta iniciativa, al igual que la destitución de Musharraf, requiere el voto de dos tercios de las cámaras y si bien pueden lograrlo en la Asamblea Nacional, es más difícil en el Senado, que sigue controlado por la PML-Q. Los comicios para la Cámara alta son cada seis años y los últimos se celebraron en febrero de 2003. Pero varios senadores de la PML-Q, conscientes de los tiempos que corren, ya han anunciado que no se someterán a la disciplina del partido y votarán según sus conciencias sobre todo en cuanto se refiere a privar al presidente del poder de disolver las cámaras.
En el último año, Pakistán se ha deslizado peligrosamente por el sumidero del caos político. La decisión, el 9 de marzo de 2007, del entonces general Musharraf de destituir al presidente del Tribunal Supremo Iftijar Chaudry, después de que éste pusiera en duda la constitucionalidad de su reelección como jefe de Estado sin haberse quitado el uniforme militar, desató el choque institucional que sigue amenazando el país. Chaudry fue repuesto en su cargo meses después por los jueces del Supremo y Musharraf no tardó en hacer uso de sus poderes dictatoriales. El 3 de noviembre, declaró el estado de emergencia, destituyó a los jueces insumisos, suspendió la Constitución, restringió la libertad de expresión, cerró los principales canales de televisión y detuvo a unos 5.500 activistas que se manifestaron en la calle contra estas medidas.
Musharraf no dudó en hacer uso de sus poderes dictatoriales en su pugna contra los jueces
Musharraf ya se había ganado la hostilidad de muchos paquistaníes al ordenar el asalto, en julio de 2007, de la Mezquita Roja de Islamabad. En el recinto se había atrincherado un grupo de militantes bien pertrechados y centenares de chicas estudiantes de la madrasa adyacente, que dirigía el venerado clérigo integrista Abdul Rashid Gazi. Pretendían lanzar un pulso al Gobierno e imponer la sharia (ley islámica) en el país. Después de darle largas sin saber cómo abordar la crisis, se ordenó un asalto a sangre y fuego. Los hechos siguen sin investigarse. Oficialmente, además del maulana, hubo un centenar de muertos, incluidos algunos soldados, pero islamistas, activistas de derechos humanos y la inteligencia india sostienen que murieron alrededor de 300 personas, la mayoría estudiantes.
Tras esta matanza, los extremistas desataron en protesta una ola de violencia que se cobró la vida de unas 350 personas, la mayoría militares, en tres devastadores atentados suicidas, lo que hundió aún más la imagen de Musharraf. Incapaz de proteger a sus efectivos, el régimen ordenó a los militares que sólo vistieran el uniforme cuando fuera estrictamente necesario.
Las elecciones han revitalizado el movimiento de los abogados y activistas que defienden la legalidad de la acción gubernamental y se oponen a Musharraf. El vuelco electoral permitió la liberación de sus cabecillas que se encontraban bajo arresto domiciliario desde noviembre pasado. Aitzaz Ahsan, presidente de la Asociación de Abogados del Supremo, abandera la exigencia del restablecimiento en sus puestos de Iftijar Chaudry y de los restantes 62 jueces fulminados por Musharraf durante el estado de excepción. Ahsan, senador del PPP, fue quien defendió a Chaudry tras su primer cese como presidente del Supremo y, tan pronto como, el 21 de febrero pasado, se relajaron las restricciones de su confinamiento, se volvió a poner al frente del movimiento de abogados.
El arresto domiciliario de Ahsan, de 62 años, se levantó definitivamente el 2 de marzo y, de inmediato, el abogado anunció su compromiso de mantener viva la lucha, con protestas y manifestaciones, por el restablecimiento en sus cargos de Chaudry y de los demás jueces. Nadie duda de que si el presidente del Supremo recupera su puesto se pronunciará en contra de la legitimidad de la reelección de Musharraf como jefe de Estado. El general se hizo elegir en octubre por el anterior Parlamento.
La creciente inestabilidad de Pakistán y los innumerables errores cometidos por Musharraf en su afán por mantener el poder, llevaron a Occidente a extremar su presión sobre el general para que se quitara el uniforme. Lo hizo a finales de noviembre de 2007, una vez recibió garantías de los nuevos magistrados que instaló en el Supremo de que le confirmarían como presidente civil. Washington, aterrorizado ante la posibilidad de que el armamento atómico paquistaní –entre 60 y 115 cabezas nucleares– quede bajo control de extremistas islámicos, volvió a reiterar su pleno apoyo al impopular Musharraf.
Según las encuestas publicadas días antes de las elecciones generales, tres de cada cuatro paquistaníes querían que el presidente abandonara el poder y un 70% le consideraba «el problema» más que la solución de la crisis que atraviesa el país. Finalmente, más por debilidad que por voluntad, Musharraf cumplió su compromiso de celebrar unos comicios «libres, limpios y transparentes».
El jefe de la misión de observadores de la Unión Europea, Michael Gahler, que durante dos meses tuvo a un centenar de miembros observando el proceso electoral, destacó que las elecciones se desarrollaron «mejor de lo que se esperaba», aunque señaló «problemas significativos». Entre ellos, el favoritismo de las autoridades a los candidatos de la coalición gubernamental, las restricciones para convertirse en candidato y el escaso apoyo a las mujeres para que ejercieran su derecho de voto.
«Que no se permitiera a Chaudry votar (en las legislativas) es un caso de violación de los derechos humanos, porque se le negó su derecho a ejercer el voto», afirmó a su vez el eurodiputado británico y observador de la UE, Robert Evans. Éste, que valoró los comicios como un «paso esperanzador hacia la democratización total», se mostró confiado en que los partidos fuesen capaces de formar una coalición que facilite la gobernabilidad del país.
Tres de cada cuatro paquistaníes querían que el presidente Musharraf abandonara el poder y un 70% le consideraba «el problema» de la crisis
En realidad, lo que permitió el vuelco electoral fue la voluntad del nuevo jefe del Ejército, general Ashfaq Pervez Kiyani, de mantener al margen a las Fuerzas Armadas para dar una oportunidad a los políticos. Con un Ejército de 500.000 hombres, que ha dirigido el destino del país desde su independencia, salvo cortos periodos de gobierno civil, en Pakistán el poder real lo detenta su jefe castrense. Kiyani, de 55 años, es un militar muy respetado entre los suyos y en los distintos círculos de la sociedad. Se le atribuye una «lealtad absoluta» hacia su mentor, pero también fue consejero militar de Bhutto en su primer Gobierno (1988-1990). Estados Unidos le considera «un moderado» y fue quien negoció el acuerdo Musharraf-Bhutto, con el que Washington pretendía dar una imagen democrática a su «fiel aliado» en la «guerra contra el terror».
El llamado Acuerdo de Reconciliación Nacional suponía la cohabitación de Bhutto, como jefa de Gobierno tras las elecciones, con Musharraf, como presidente. Antes de esto, Bhutto –autoexiliada en 2000 para evitar un juicio por corrupción– sería liberada de los cargos pendientes para facilitar su vuelta al país y el general colgaría el uniforme. La resistencia de Musharraf a dejar el mando del Ejército puso en suspenso el acuerdo, sobre todo después de que Bhutto acusara a «tres altos cargos de la dictadura de Zia recuperados por la Administración de Musharraf» de estar detrás del atentado fallido contra su persona en el que murieron 143 simpatizantes del PPP, el 18 de octubre, en la caravana de bienvenida a la ex primera ministra tras su exilio. La declaración del estado de emergencia, 15 días más tarde, rompió el acuerdo.
Con más coraje que nunca, la popular líder del PPP se volcó en la campaña electoral, pero su traumático asesinato, el 27 de diciembre de 2007, provocó el retraso de las elecciones desde la fecha prevista del 8 de enero al 18 de febrero de 2008 y sumió en el miedo la larga campaña. La mayoría de la población, tras la violencia que azotó 2007 –murieron 3.448 personas, según el Instituto paquistaní de Estudios para la Paz–, temía un baño de sangre en la jornada electoral o en la madrugada siguiente, cuando se anunciaran los resultados del voto. No lo hubo.
Pequeños disturbios y tiroteos entre simpatizantes de partidos rivales dejaron 27 muertos, una cifra baja si se compara con otras elecciones, como las de 2002, en las que hubo 60 víctimas mortales. En las semanas siguientes, sin embargo, se sucedieron diversos ataques suicidas en distintas zonas del país, incluida Lahore, la capital cultural de Pakistán, una ciudad relativamente pacífica. En lo que va de 2008, la violencia ha arrancado la vida a más de 500 personas, una muestra de las dificultades que enfrentará la transición.
Desde su traumática separación de India, bajo el argumento de su fundador Muhammad Ali Jinnah de «defender los derechos de los musulmanes», Pakistán ha vivido sometido a férreas dictaduras, que han pisoteado los intentos de establecer una democracia. Los cortos periodos de poder civil no han permitido enraizar ni la defensa de los derechos humanos básicos, ni los principios democráticos, ni una clase política capaz de abstenerse de la corrupción rampante que corroe todas las instituciones del Estado y siembra la frustración y el desencanto entre la población.
El apoyo incondicional de EEUU a Musharraf tampoco ha contribuido al florecimiento de la democracia ni a la transparencia, sino más bien todo lo contrario. Desde los atentados de 2001, la ayuda de Washington a Pakistán ha ascendido a 10.000 millones de dólares, más de la mitad de los cuales fueron entregados al jefe del Ejército para elevar la capacidad combativa de los militares contra los talibanes y los miembros de al-Qaida.
Contra un recibo pero sin justificación de gastos, se envían trimestralmente unos 240 millones de dólares en «pago» por el empleo en la guerra contra el terror del Ejército y de los organismos de seguridad paquistaníes, como el Servicio de Inteligencia Interior (ISI), el Buró de Inteligencia (IB) y otras agencias vinculadas a los ministerios de Defensa e Interior. De esta opaca lluvia de dinero, según diversas filtraciones, sólo el 30% se dedica a la «guerra contra el terror». El 70% restante «en parte se pierde por los bolsillos de unos pocos» y en parte se destina a la compra de los cazas F-16 y de otro armamento destinado a luchar contra quien Pakistán considera su «auténtico enemigo», India.
Benazir Bhutto acusó a tres altos cargos del Gobierno de estar detrás del atentado fallido contra su persona
El apoyo incondicional de EEUU a Musharraf no contribuye al florecimiento de la democracia
La generosidad de EEUU con los militares paquistaníes no es nueva. India estableció tras su independencia unas relaciones privilegiadas con la Unión Soviética y Pakistán se dedicó a cultivarlas con Washington, que no dudó en facilitarle desde tanques a cazas F-16, con los que el País de los Puros ha librado tres guerras contra India desde 1947 por la cuestión de Kachemira y por la secesión, en 1971, de la parte oriental del país, Blangladesh. Además, durante la ocupación soviética de Afganistán (1979-1989), Zia-ul-Haq recibió 15.000 millones de dólares en ayuda. Con Zia se formaron e instruyeron decenas de miles de yihadistas para luchar contra los comunistas en Afganistán y contra los «infieles ocupantes» de Kachemira.
Los 2.912 kilómetros que separan India y Pakistán –dos Estados nucleares desde 1998– siguen siendo, pese al alto el fuego acordado en 2004, la zona más militarizada del mundo. El temor a que ocurra un incidente que vuelva a incendiar las relaciones persiste, como sucedió en 2002, cuando un ataque al Parlamento indio situó a los dos vecinos atómicos al borde de un enfrentamiento de incalculables consecuencias. El fuego que alienta los extremismos religiosos, tanto islámico como hindú, y sus conexiones con las mafias y el tráfico de armas hace que la zona siga teniendo una gran volatilidad.
En la actualidad, Islamabad dedica el 28% de su presupuesto nacional al Ejército. No contentos con los privilegios de que disfrutan, los militares han montado un gigantesco conglomerado industrial, financiero y de servicios que supone el 35% del Producto Interior Bruto del país, según revela el libro Military Inc.: Inside Pakistan’s military economy (Pluto Press, 2007), de la analista paquistaní Ayesha Sidiqa.
Las medidas de liberalización de la economía introducidas por el régimen militar mejoraron sensiblemente la situación financiera del país, que ha mantenido un alto crecimiento económico, en torno al 5% de media anual. Sin embargo, tres de cada cuatro paquistaníes no se han beneficiado de esta bonanza. Las ONG internacionales denuncian que el 74% de la población vive con menos de un euro por persona y día; que Pakistán es el tercer país de Asia en mortalidad infantil, por debajo sólo de Afganistán y Myanmar, y que los índices de analfabetismo siguen siendo altísimos, el 45% de los 165 millones de habitantes.
Además, la crisis energética desatada en 2007, que según los expertos empeorará durante los próximos dos o tres años por la falta de infraestructuras, y la inflación en torno al 30% de los productos alimenticios básicos –harina, arroz, aceite– afectan a la absoluta mayoría de la población y pintan un oscuro panorama para el futuro a corto y medio plazo. «Cuando Musharraf dio el golpe en 1999, el nan (pan) costaba una rupia (un euro tiene 89 rupias), ahora vale cinco», decía Izaj Mugal, un pequeño comerciante, de 58 años, para explicar por qué había votado a la Liga Musulmana de Pakistán-N (PML-N).
La inestabilidad política y la violencia agravaron también desde mediados del año pasado los déficits presupuestario y por cuenta corriente. Muchos inversores extranjeros se retiraron y el Gobierno ha recurrido a endeudarse más y a abrir la caja de las reservas de divisas para salir adelante. De seguir por este camino, los expertos vaticinan un crack antes de fin de año.
El 74% de la población vive con menos de un euro por persona y día; el 45% de los 165 millones de habitantes son analfabetos
El vicepresidente del PPP, Majdum Amín Fahim, un veterano colaborador de Bhutto con buenas dotes de negociador y sin grandes ambiciones políticas, será supuestamente el hombre encargado de formar el primer Gobierno de la transición. Contará con el apoyo de la PML-N, cuyo principal empeño es liberarse de Musharraf y que precisamente para no tratar con él no quiere formar parte del Gabinete. La PML-N, vencedora en la provincia de Punjab –la más rica y poblada de Pakistán con unos 90 millones de habitantes– pretende, a su vez, formar el gobierno de esta región con el apoyo del PPP. La gobernabilidad de Pakistán exige la colaboración entre el Gobierno central y el de Punjab.
Las dos formaciones pidieron al presidente que escuchara el voto de no confianza emitido por el pueblo y respetara el veredicto con su dimisión. Pero, como corresponde a quien detenta de forma ilegítima un cargo, Musharraf aseguró que seguirá en la presidencia como «padre» de los paquistaníes y de la transición. A principios de marzo, sin embargo, su situación parecía insostenible. Sus estrechos colaboradores aseguraban que el presidente dimitiría si Chaudry recuperaba el Supremo o si el Parlamento restaba poderes al jefe del Estado y le convertía en una figura decorativa. Musharraf es consciente de que al dejar el uniforme ha perdido buena parte de su poder y no quiere que el Ejército que ha dirigido fuerce su retirada definitiva.
Una encuesta de Gallup publicada el 25 de febrero de 2008 por el diario en inglés The Nation indicaba que la mayoría de los paquistaníes está a favor de un gobierno de coalición entre el PPP y la PML-N, al que también se sumaría el Partido Nacional Awami (ANP), una formación secular que representa el nacionalismo pastún. Pocos, sin embargo, son los que confían en que sea durable. Analistas, diplomáticos y ciudadanos de a pie creen que los resultados electorales no garantizan la estabilidad de Pakistán sino que ponen al descubierto la caja de Pandora de la política de un país corrompido por las dictaduras y situado en un estratégico cruce de los intereses contrapuestos de Estados Unidos, China y Rusia, además de los de sus vecinos India, Irán y Afganistán.
Para contar con el mayor respaldo parlamentario posible, el PPP abrió negociaciones con todos los partidos menos con la PML-Q, incluido el Muttahida Qaumi Movement (MQM), su rival en Sind y el partido que representa a la minoría mohayir de esa sureña provincia, feudo de los Bhutto. El MQM, que formó parte de la coalición gubernamental del régimen de Musharraf, resultó, como es habitual, el partido más votado en Karachi, la capital de Sind, una megalópolis de 12 millones de habitantes. A nivel provincial, el PPP obtuvo una resonante victoria electoral.
Irónicamente, la PML-Q sólo venció en Baluchistán, la provincia más castigada por la represión de Musharraf y en la que los partidos nacionalistas optaron por boicotear las elecciones. Este desértico territorio, fronterizo con Irán y con apenas 10 millones de habitantes, es el granero energético de Pakistán por sus fabulosas reservas de gas, cuya explotación dificulta la insurgencia.
La única condición impuesta por Zardari para integrarse en el gobierno de consenso es apoyar una investigación sobre el asesinato de su popular esposa. La muerte de Benazir desató una extraordinaria polémica. El primer ministro en funciones, Mohamedmian Somro, pidió públicamente disculpas por la versión sobre el asesinato facilitada por el portavoz del Ministerio del Interior Javed Iqbal Chema. Según Iqbal, Bhutto murió al clavarse en la cabeza la palanca del techo del coche blindado tras golpearse por efecto de la onda expansiva de una bomba. Semanas después, el equipo de Scotland Yard invitado por Musharraf para acallar las voces que acusaban a las «instituciones del Gobierno» de estar detrás del atentado avaló esa tesis. Ni unos ni otros realizaron la autopsia al cadáver.
En su contra, la cadena de noticias en inglés Dawn emitió el vídeo de un aficionado en el que se veía a un hombre joven, bien rasurado, vestido a la occidental, con gafas oscuras y aspecto de agente secreto, sacar una pistola y disparar contra la líder del PPP, que caía al interior del coche. Detrás de él, envuelto en el tradicional manto pastún, aparecía el supuesto suicida, que instantes después se hacía estallar matando a otras 23 personas. Hay otro vídeo que abunda en esta misma tesis.
Los resultados electorales no garantizan la estabilidad de Pakistán
Iqbal dijo, además, que tenía pruebas de que el asesinato había sido ordenado por Baitulá Mehsud, el hombre más buscado de Pakistán por su supuesta conexión con al-Qaida y uno de los jefes tribales de Waziristán Sur, zona fronteriza con Afganistán. Cuando al día siguiente, el rebelde negó toda conexión con el magnicidio, el funcionario se preguntó: «¿Por qué debería aceptar que lo ha hecho?». Y añadió: «No creo que nadie tenga capacidad de preparar tales ataques suicidas salvo su gente».
Otro de los giros fundamentales que las elecciones han trazado en el mapa político paquistaní ha sido el fin del islamismo radical en una de las regiones más conflictivas, la Provincia Fronteriza del Noroeste (NWFP, en sus siglas en inglés). Allí los votantes propinaron a los maulanas una espectacular derrota, que fuerza a nivel nacional su retirada a las mezquitas. El desencanto ante la falta de gobernabilidad, la corrupción rampante y el temor a la talibanización de Pakistán rompieron el apoyo de la población a la MMA (Mutahida Majlis-e-Amal), una coalición de seis partidos islamistas que en las elecciones de 2002 se hizo con el Gobierno de esa provincia fronteriza con Afganistán.
La MMA, que oficialmente estaba en la oposición aunque se alimentó y creció bajo el paraguas del régimen militar, sacó tan sólo 10 escaños de los 96 de la Asamblea de NWFP y en la nacional vio reducirse el número de sus diputados a 6, frente a los 59 que tenía en el Parlamento saliente. Su vacío lo ha llenado el ANP, el partido nacionalista pastún fundado en 1986 y barrido en 2002 por la ola de solidaridad lograda por los maulanas contra los bombardeos estadounidenses de Afganistán.
El nacionalismo pastún, aplastado desde los tiempos del imperio británico, renace como revulsivo de los intentos de Islamabad de convertir a los pastunes en el «chivo expiatorio» de los males del país; contra el yihadismo creciente y contra el asentamiento de la teocracia en Pakistán. Los más de 41 millones de pastunes se encuentran divididos por la llamada Línea Durand, trazada en 1893 después de dos guerras británico-afganas que acabaron en tablas. En Pakistán viven 27 millones de pastunes, cerca del 16% del total de la población, además de dos millones de refugiados afganos llegados durante las casi tres décadas de guerras que azotan ese país. En Afganistán hay 12 millones de pastunes que suponen el 42% de la población. La frontera de 2.430 kilómetros que separa Pakistán y Afganistán fue y sigue siendo muy permeable. A instancias de EEUU, Pakistán ha comenzado la construcción de un muro en las zonas más conflictivas, pero Kabul lo rechaza porque supone aceptar una frontera sobre la que aún no se ha llegado a un acuerdo.
El ANP centró esta campaña electoral en el cambio del nombre de NWFP por el de Pajtunjua (Tierra de Pastunes) y en negociar con los extremistas para buscar la paz. Por ella, el ANP exige la integración a todos los efectos en la provincia de las Áreas Tribales de Administración Federal (FATA). Estas siete zonas tribales conforman una franja fronteriza con Afganistán, con 3,5 millones de habitantes. Históricamente son un territorio indómito de guerreros, contrabandistas y bandoleros que cabalgaron entre la civilización persa y la india. En la actualidad, la marginación impuesta por los jefes tribales ante un Estado que brilla por su ausencia en cuanto a facilitar a sus ciudadanos las condiciones mínimas de educación y salud –el 82% de la población es analfabeta– y la pobreza en que sobreviven han convertido estas zonas en caldo de cultivo del integrismo islámico.
El Ejército paquistaní se adentró por primera vez en las FATA en 2001 para perseguir a talibanes y a miembros de al-Qaida que huían del vecino país. En estos momentos, tiene destacados en esta zona unos 100.000 miembros de las fuerzas de seguridad. Las continuas operaciones militares que realizan han forzado el desplazamiento de más de 50.000 civiles y la muerte de miles de personas. El ANP sostiene que la presión de Washington para que el Ejército paquistaní siga bombardeando las FATA, donde el espionaje estadounidense asegura que vuelve a reagruparse una al-Qaida fortalecida por el dinero de la droga de Afganistán, contribuye a la radicalización de los militantes y de sus familias. Además, el 15% de la tropa y algunos oficiales que pertenecen a la etnia pastún ven estos bombardeos como actuaciones mercenarias dictadas contra sus hermanos por Estados Unidos. Muchos se resisten a disparar.
La marginación y la pobreza han convertido las zonas fronterizas con Afganistán en caldo de cultivo del integrismo islámico
Tanto Islamabad como el ANP están muy preocupados por la aparición de nuevos focos de insurgencia en el interior de la NWFP y por los choques sectarios entre sunníes y chiíes. Musharraf destacó que entre las razones que le llevaron a decretar el estado de excepción estuvo la necesidad –muy criticada por su brutalidad– de intervenir en el valle de Suat, unos 100 kilómetros al norte de Islamabad. En el enclave se habían hecho fuertes los militantes de la ilegal Alianza para la Imposición de la Ley Islámica (TNSM) con el apoyo de una «cincuentena de extranjeros terroristas de al-Qaida». Según el general Ahmed Pashar, director de Operaciones Militares, eran uzbecos, tayicos y árabes. Contra ellos avanzaron 1.500 soldados con tanques y artillería pesada, que reforzaban a los 15.000 que tenían cercado el valle.
Después de expresar en las urnas su rechazo al extremismo, la violencia y la represión, la mayoría de los paquistaníes sostiene que si Washington quiere un Pakistán estable debe impulsar una transición ordenada hacia la democracia, para lo que deberá dejar de apoyar a Musharraf y buscar nuevas vías de solución a la guerra contra el terror, que no pasen necesariamente por los bombardeos del ejército paquistaní sobre el territorio nacional.