Samir El-Youssef
Escritor palestino afincado en Londres. Premio PEN Tucholsky 2005 por la promoción de la paz y la libertad de expresión en Oriente Medio. [+ DEL AUTOR]

En el hogar universal de la lengua

No recuerdo cuántas veces me han preguntado por qué escribo en inglés, o, para ser más exacto, por qué me he pasado al inglés. Tampoco recuerdo las distintas respuestas que he venido dando hasta ahora.

Nací y me crié en un campo de refugiados palestinos del sur de Líbano. Contra viento y marea, y a pesar de los frecuentes intentos de disuadirme tanto de sabios como de ignorantes, siempre deseé ser escritor. Llegué a Londres en 1990 y fue aquí donde conseguí realizar mi deseo. Hasta ese momento no había escrito nada más importante que los vergonzosamente esperados garabatos primerizos de la juventud. Para bien o para mal, Londres me ha convertido en escritor.

Lejos de ser el exilio deprimentemente aislado y distante, en la década de los 90 Londres era un oasis cultural para muchos periodistas, escritores, poetas y artistas árabes. La mayoría de ellos habían escapado de sus países por miedo a la persecución política o a la guerra, pero en algunos casos el motivo había sido la mera pobreza y la falta de oportunidades. Había muchos periódicos y revistas, dos grandes editoriales y librerías; los propios medios de comunicación por satélite se lanzaron desde aquí. Londres era el lugar ideal para un escritor joven y ambicioso como yo; aquí conocí y comencé a trabajar con editores y escritores a quienes hasta ese momento solo había conocido a través de su trabajo. Yo era un amante de los libros, y la capital británica era la biblioteca en la que deseaba pasar tantas horas como me fuera posible.

Samir El-Youssef.

Samir El-Youssef. Imagen cortesía del autor

A menudo se decía que Líbano era la gran editorial del mundo árabe, pero cuando me hice mayor de edad y me convertí en un ávido lector, durante los 80, la moneda libanesa cayó y los precios de los libros, como los de casi todos los artículos, se pusieron por las nubes. No había bibliotecas públicas y, dada la situación de guerra, la falta de seguridad y la dificultad para desplazarse, uno a menudo se encontraba abandonado a su suerte en un desierto sin libros. Fue aquí, en Londres, en esta gran ciudad, donde conseguí los libros de los que había oído hablar y que ansiaba leer. Me interesaba el teatro, el cine, las exposiciones de arte y la arquitectura, pero eran los libros, especialmente los puestos y las tiendas de segunda mano repartidos por distintas calles de la ciudad, los que captaban mi atención, tiempo y dinero. Londres era un anfitrión hospitalario para con los exiliados; el idioma inglés era un anfitrión generoso para con las obras traducidas desde distintos idiomas y escritas en diferentes partes del mundo.
El inglés ha sido mi segundo idioma desde los seis años de edad. Ya a una edad muy temprana me di cuenta de que la lengua árabe no era suficiente para alguien que desease convertirse en escritor. Leer en inglés no solo satisfacía una necesidad de alimento intelectual y una sed de conocimiento, sino que también me enseñó a apreciar mi lengua materna, a ver el idioma no como un mero medio o vehículo para la expresión, sino como un ser complejo con su propia vida, sonido y reivindicaciones. Leer en inglés me animó a volver al formidable corpus de clásicos árabes para poder aprender el idioma correctamente. Y durante los siguientes quince años escribí una cantidad respetable de obras en árabe; ficción, ensayo, crítica y comentario político.

Precisamente este amor por los libros me hizo darme cuenta también de que el oasis de cultura árabe que había en Londres no existía por sí solo en un desierto, sino que era parte de un oasis mayor, mucho más rico y diverso. Cuanto más leía y aprendía en inglés, más consciente me hacía de que nuestra pequeña comunidad exiliada era solo un margen cultural; un margen que, si todos los que lo componían permanecían confinados dentro de sus muros, satisfechos con su producción, no llegaría a ser más que un gueto. Había escapado de un campo de refugiados y del gueto al que se nos asignaba a los palestinos como yo, y no tenía ninguna intención de retirarme a otro gueto diferente. Me zambullí con más entusiasmo aún si cabe en el inglés, leyéndolo, aprendiéndolo y hablándolo hasta el punto en el que comencé a sentir que mi segundo idioma se estaba convirtiendo en el primero. Y sucedió.
Estaba trabajando en mi novela corta The Day the Beast Got Thirsty, escribiendo en árabe, cuando me di cuenta de que mis dos personajes principales, Basem y Ahmad, en realidad estaban conversando en inglés. Sonaba como si yo estuviera meramente traduciendo lo que decían. Tanto la estructura de las oraciones como las expresiones irónicas, de las que estaba llena esta novela corta, le debían más al inglés que al árabe; surgían de la comedia británica y de la poesía inglesa en general. Cuando dos personajes palestinos nacidos y criados en un campo de refugiados de Líbano, que no han salido nunca de este país (de hecho, salir del país es lo que desea desesperadamente uno de ellos, Basem) hablan en inglés, te das cuenta de que tu segunda lengua ha comenzado a reemplazar a la primera, o por lo menos a adquirir tanta importancia como esta. Escribir en inglés después de haberlo aprendido y leído durante tantos años, después de haber vivido en Londres durante más de diez años, no era algo del todo sorprendente o inesperado. Un idioma al que uno le presta su completa atención –por no decir al que le rinde su habla– inevitable, gradual y finalmente, toma el relevo, o por lo menos adquiere el mismo derecho de acceso a las capacidades lingüísticas de uno que la lengua materna. La cuestión, de hecho la verdadera cuestión, es ¿por qué le presté toda mi atención a mi segundo idioma? ¿Por qué no me resistí?

II

Sobrevivir es lo que hacen los refugiados y los exiliados, y se les tiene que dar bien. Sin esa capacidad inicial para sobrevivir a las calamidades, que es lo que le convirtió a uno en refugiado o exiliado en primera instancia, uno no podría haberse mantenido con vida, aunque sea en un lugar diferente y, a menudo, en condiciones extremas. Practicar el juego de la supervivencia implica ser capaz de ocultarse, de ser invisible o, por lo menos, de pasar sin suscitar sospechas ni preguntas. Sin embargo, ¿durante cuánto tiempo y de qué manera puede uno practicar un juego de este tipo?

Londres era un anfitrión hospitalario para con los exiliados; el idioma inglés era un anfitrión generoso para con las obras escritas en diferentes partes del mundo

Una de mis primeras decepciones dentro de la comunidad literaria árabe de Londres fue descubrir su obvia falta de interacción con el resto del mundo. Muchos escritores y poetas no parecían interesados en leer lo que se publicaba, ni en ver los espectáculos ofertados en esta rica ciudad de la cultura. Vergonzosamente, algunos de ellos, a pesar de haber vivido aquí hasta dos décadas, no conocían el idioma más allá de la modesta habilidad de poder mantener una sencilla conversación. Sin embargo, tal y como fui descubriendo, estas personas ya no estaban en edad de aprender y estudiar. Independientemente de si algunos de ellos carecían de la humildad suficiente como para buscar ampliar sus conocimientos o la ambición suficiente como para enriquecer su experiencia y superarse, en lo más profundo seguramente se habían dado cuenta de que no podían comenzar una nueva vida en un país y una cultura diferente y, lo que es más importante, de que no debían hacerlo. El intento de aprender y estudiar en un idioma diferente podía desencadenar un proceso de desaprendizaje de lo aprendido en la lengua materna y en el país de origen. Dicho proceso solo debilitaría el propio sentido de identidad y de conexión con la madre patria.

A los refugiados y los exiliados a menudo les carcome un profundo sentimiento de vergüenza y de culpabilidad. La conciencia permanente de haber sobrevivido mientras que otros no lo hicieron; el recuerdo constante de haberse marchado, de haber abandonado su país de origen, les hace sentir que han cometido una traición, a pesar de que fuera inevitable. También sufren por ser conscientes de haber sido reducidos al estatus de exiliados y refugiados; el ser objeto de compasión de Estados y países que en algunos casos fueron antiguos colonizadores contra los cuales lucharon sus antepasados, les hace sentirse vergonzosamente insignificantes. Probablemente es por luchar contra este sentimiento de traición y de vergüenza por lo que los exiliados tienden a mantener su conexión con su país y cultura de origen, simbolizados sobre todo por su lengua materna. Incluso aunque no tengan ni esperanza ni deseo verdadero de regresar, y a veces precisamente debido a esta falta de esperanza o deseo, tienden a mantenerse alejados de cualquier cosa que pueda implicar que han renunciado; que han aceptado el destino que los tiranos, los fanáticos y los señores de la guerra les han impuesto.

Esa es la actitud que se espera de los exiliados iraquíes, libaneses, egipcios y otros exiliados árabes, pero desde luego que no puede ser la actitud de todos los exiliados. No es la actitud de personas como yo, palestinos cuyo país ha dejado de existir; aquellos de nosotros que nunca podremos referirnos a otro lugar como nuestro hogar sin una cierta ironía; personas que, independientemente de lo cómodas que puedan llegar a ser sus vidas, no podrán evitar sentir que su destino es ser un exiliado para siempre.

Para los exiliados árabes que tienen un país al que regresar vivir en una comunidad nómada era lo más conveniente. Sin embargo, esto no es lo que busca alguien que nació y se crió sin Estado

Al nacer y criarme en Líbano como refugiado palestino, y aunque viví allí hasta los veinticinco años, y a pesar de mis recuerdos y mi conexión emocional y cultural con el país (mi primer amor fue/es libanés, la mayoría de mis amigos son libaneses, el primer partido político con el que me involucré era libanés… etc.), nunca pude llegar a sentir Líbano como mi país. No tanto por lealtad al pasado de mis ancestros y a su madre patria primigenia (Palestina) ni tampoco por aferrarme a mi “derecho político al retorno” a Palestina (mi primera novela en inglés se titula The Illusion of Return –La Ilusión del Retorno), sino porque Líbano era demasiado pequeño e inestable como para dar cabida a refugiados como yo. Líbano tiene un sistema económico y político frágil y está expuesto a la frecuente amenaza de disturbios políticos y guerras, con lo cual hacerse cargo de su propio pueblo ya es más que suficiente. Las lealtades confesionales antagonistas del pueblo libanés ya planteaban bastante dificultad sin añadir la llegada de cientos de miles de refugiados palestinos. Los refugiados palestinos en Líbano, lastrados por el dolor y la vergüenza, empobrecidos y, sobre todo, sin otra salida que mirar atrás esperando recuperar su país perdido, y esto sin negar su innegable contribución, se convirtieron en una tremenda carga que acarreó consecuencias fatales. Ningún palestino que ame aquel país y se sienta profundamente vinculado a él puede ignorar la sensación de culpa que suscita el papel que nuestra presencia, especialmente la presencia política y militar, juega en la destrucción de Líbano. Afirmar que Líbano es mi país de origen sería reclamar algo a lo que uno no tiene ningún derecho y sería nada menos que justificar el daño, ciertamente no intencionado, que se ha infligido. Por el contrario, marchar, aliviando así a aquel país de parte de la carga que supone nuestra presencia, es una acción ética. A diferencia de los exiliados que tienen países de origen a los que regresar, marchar no me hace sentir culpable. Por el contrario, marchar es un acto de clemencia y de esperanza: clemencia por el anfitrión reacio y paciente que le recibió a uno; esperanza para aquellos que quedan allí, de que ellos también puedan hacer lo mismo.

La librería especializada en el mundo árabe y musulmán Maktabah

La librería especializada en el mundo árabe y musulmán Maktabah, situada en Sparkhill, un barrio donde conviven diversas minorías étnicas. Birmingham, Reino Unido, 1 de febrero de 2007. / Susannah Ireland /EFE

Sin embargo, mudarme de Líbano a Londres no suponía ningún cambio considerable en mi estatus político como refugiado, como exiliado. Mi temprana toma de conciencia de que la comunidad literaria árabe de Londres no solo era limitada, sino que además estaba autoexiliada y, por encima de todo, estaba de paso, no supuso ninguna fuente de consuelo. Para los iraquíes, libaneses, sirios, egipcios y otros exiliados árabes que tienen un país al que regresar, vivir en una comunidad nómada era lo más conveniente. Sin embargo, esto no es lo que busca alguien que nació y se crió sin Estado, viviendo de manera temporal en uno u otro país. Pasar de un estado no permanente a otro parece carente de sentido, absurdo. Basem, en la novela corta con la que hice mi primera incursión en la literatura y la publicación en inglés, es un joven que quiere marcharse de Líbano para escapar de una situación en la que el presente no conduce a nada, es una mera existencia en una sala de espera de la eternidad. Él no expresa ninguna determinación por conseguir un objetivo respetable o realizar una ambición digna (de hecho dice que quiere irse a Alemania para convertirse en proxeneta). Su enfado y su frustración son tales que no hay cabida para los objetivos nobles, ni siquiera para su ambición más básica, la búsqueda de un hogar alternativo, algo que sí podría definir y conseguir aplicando un procedimiento claro y práctico. Por este motivo, solo se le ocurre pasar clandestinamente entre la muchedumbre, la multitud, o las tropas de nómadas y viajeros, una empresa que le acerca a ser tan anónimo como cualquier ciudadano de una ciudad abarrotada. Fundirse entre el gentío, desaparecer; hacerse invisible incluso. ¡Lo que sea para evitar la derrota final de los que no tienen Estado y encontrar un hogar sustituto!

Para mí escribir en inglés ha sido un intento de encontrar el hogar permanente, el hogar sustituto. Pero, ¿lo he encontrado? ¿O qué es lo que he encontrado y conseguido?

III

Edward Said habla del ‘exilio generoso’; V. S. Naipaul declara que si no hubiera venido a Inglaterra, no habría llegado a ser escritor, y Salman Rushdie compara la lengua inglesa con el oro, y el resto de las lenguas con meros metales.

Para mí escribir en inglés ha sido un intento de encontrar el hogar permanente, el hogar sustituto. Pero, ¿lo he encontrado?

Los exiliados no deben enamorarse del Exilio. Por el contrario, su actitud predecible y, hasta cierto punto, justificable, se supone que es la de quejarse y protestar. Sin embargo, estos tres grandes escritores –un palestino y dos indios– que han vivido en países que no fueron el hogar de sus antepasados (Estados Unidos y Gran Bretaña) y escrito libros brillantes en inglés, no parecen tener reparos en admirar el país y su cultura, a pesar de que Gran Bretaña, de uno u otro modo, y a veces de varias maneras, hubiera contribuido a su exilio. Sin embargo, lo que admiran, y por lo que demuestran su gratitud, es la libertad para poder escribir y expresar aquello en lo que creen sin el peligro de sufrir ningún daño.

Londres sólo ha ofrecido a los periodistas y escritores árabes un margen cultural, pero ha sido un anfitrión más hospitalario que todas las capitales árabes, con la excepción de Beirut, que se había convertido en un campo de batalla para las milicias locales y los poderes regionales e internacionales. Al atribuirle generosidad al exilio, Said no pretende elogiar a los Estados Unidos o a los gobiernos occidentales ni su compromiso con la causa de la libertad y de la ilustración, sino que se refiere a la libertad de los exiliados, no solo de protestar contra gobernantes tiranos y una oposición religiosa fanática en países árabes y musulmanes, sino también de poder exponer la hipocresía de esos mismos gobiernos y organismos occidentales que apoyan la democracia y la libertad siempre que sea en los países de los demás y no entre en conflicto con sus propios intereses.

En el mundo árabe compartir plataforma con intelectuales israelíes es ya suficientemente pecaminoso. Publicar un libro con un escritor israelí es equivalente a un acto de traición

Para aquellos de nosotros que somos miembros de comunidades sin Estado, es un deber social poner nuestra capacidad física y mental al servicio de nuestra familia, buscar el aprendizaje y las titulaciones que puedan garantizar el trabajo y unos ingresos regulares. Elegir ser escritor en una sociedad en la que dicha profesión no existe es arriesgarse a fallarle a los demás y a desperdiciar la propia vida, a menos que se busquen el patrocinio y las subvenciones de un gobierno o de una organización política y, consecuentemente, se esté dispuesto a mostrar una lealtad ciega a los patrocinadores y a los que brindan su apoyo. Sin embargo, si no estás dispuesto a transigir, si quieres ser libre para escribir lo que se te antoje, no tienes más opción que marcharte; tu ambición solo podría realizarse vinculándote al mundo cultural de la industria literaria, donde la escritura pueda ser considerada una profesión; es decir, dependiendo de los lectores y del público, y no del patrocinio o las subvenciones condicionales de los Estados y organizaciones. Naipaul dejó Trinidad y llegó de esta manera a Gran Bretaña para ser escritor. Aunque nunca hubiera sido un autor de best sellers, y los derechos de autor de sus primeros libros siempre fueran modestos, pudo escribir los libros que ha escrito solamente porque vino a Inglaterra. El mundo árabe es exactamente igual que Trinidad; no existe una verdadera industria literaria moderna y el público lector es escaso e indefinido.

Cuando Rushdie describe la lengua inglesa como oro, no quiere decir que sea más valiosa que cualquier otra lengua. Más bien, que tiene un carácter más flexible, que es un medio más accesible de expresión y comunicación. La política imperial y el comercio global han contribuido a que el inglés se haya extendido por todo el mundo para convertirse en la lengua más universal. Esta misma universalidad le ha brindado aún más accesibilidad y flexibilidad; de manera que encontramos más lenguas vernáculas, más dialectos, más acentos y, desde luego, más lenguajes en inglés que en ningún otro idioma.

Hammasa Kohistani, estudiante nacida en Uzbekistán

Hammasa Kohistani, estudiante nacida en Uzbekistán, posa el día después de ser coronada Miss Inglaterra. Es la primera musulmana en obtener ese reconocimiento. Liverpool, Reino Unido, 5 de septiembre de 2005. / Julian Hamilton /EFE

Leer en inglés y vivir en Londres tanto tiempo como yo lo he hecho hace inevitable terminar utilizando el inglés a menos que uno se resista a ello. Sin embargo, mi resistencia estaba dirigida a otra cosa; la naturaleza de mi presente y el destino de personas como yo. Continuar escribiendo en árabe implicaba resignarme a una forma de vida nómada sin esperanza. Tampoco podría haber llegado a ser un verdadero escritor sin el apoyo condicional de uno u otro grupo político. En el mundo árabe hay muy poca libertad y muy poca paciencia para con aquellos que deseen cuestionar los tabúes políticos y culturales. Al ser un rebelde compulsivo, eso es precisamente lo que a menudo he querido hacer yo.

Hace diez años recibí la ciudadanía británica. Mi pasaporte británico me ha ahorrado muchas de las humillaciones del pasado, la principal de las cuales consistía en intentar conseguir un visado de entrada en otro país, incluyendo, y en especial, en los países árabes. Ya no tengo que hacer cola durante horas a la puerta de embajadas extranjeras ni obtener todo tipo de documentos para demostrar que no tengo intención de quedarme en el país para el que solicito permiso de visita. No obstante, para ser sincero, ni mi ciudadanía británica, ni escribir en inglés, me han proporcionado el Estado permanente que siempre he ansiado, no puedo obtener aquello que no he tenido desde que nací; carezco de un sentimiento natural de pertenencia a un lugar, a un paisaje, a una nación y una cultura. Sin embargo, escribir en inglés me ha dado algo no menos valioso: un sentido más noble de lo que es el hogar y la pertenencia, una residencia indefinida en un espacio de libertad, un espacio que, aunque a veces no sea más que un margen, es lo suficientemente amplio y universal como para romper tabúes sin temor de ser perseguido por ello. Escribir en inglés me ha dado entrada al hogar universal de la lengua y me ha permitido expresarme y escribir lo que quería escribir.

He sido puesto en una lista negra por la Liga de Escritores Árabes y por intelectuales cuya apreciación de la libertad y la democracia no es mejor que la de los Estados policiales que gobiernan sus países

The Day the Beast Got Thirsty fue mi puerta de entrada para convertirme en un escritor publicado en lengua inglesa. Sin embargo, eso era parte de un reto mayor; el reto de desafiar a la supuesta –y tan dominante– política del boicot y contra la normalización en el mundo árabe; una política que prohíbe a los escritores e intelectuales árabes colaborar artísticamente o incluso tener cualquier contacto con sus homólogos israelíes. Desde el año 2000 he compartido plataforma con escritores y artistas israelíes con frecuencia, pero esta novela corta se publicó en 2004 dentro de un libro que incluía relatos cortos del brillante escritor israelí Etgar Keret. La idea de ser coautor de un libro con un escritor israelí surgió de motivaciones artísticas y políticas; Etgar y yo sentíamos que los personajes de nuestras ficciones se parecían tanto que, de haber sido personas reales, se hubieran hecho buenos amigos. También queríamos utilizar nuestras obras narrativas como manifiesto político contra aquellos que, durante la renovada confrontación política entre palestinos e israelíes, estaban más que dispuestos a afirmar con regodeo que la paz en Oriente Medio había muerto.

En este momento, en el mundo árabe, pero especialmente en Egipto, Siria y entre algunos palestinos y libaneses, y en aquellos lugares en los que la política del boicot cultural tiene más repercusión, compartir plataforma con intelectuales israelíes es ya suficientemente pecaminoso. Publicar un libro con un escritor israelí es equivalente a un acto de traición. Sin embargo, los escritores deben convertirse en traidores si esa es la única manera de que puedan desafiar suposiciones intolerantes y políticas ciegas. Si hubiera vivido en Líbano o en cualquier otro lugar del mundo árabe, o si hubiera escrito en árabe, no me hubiera atrevido a cometer un acto tan desafiante. Aún así, no he evitado el castigo por completo.

Los libros de escritores árabes que se publican en inglés, o en cualquier otro idioma europeo, generalmente son alabados por la prensa árabe; por el contrario, los míos raramente han recibido críticas o menciones. Durante los últimos diez años no he sido invitado a ningún evento literario o cultural árabe. He sido puesto en una lista negra por la Liga de Escritores Árabes y por intelectuales cuya apreciación de la libertad y la democracia no es mejor que la de los Estados policiales que gobiernan sus países. No obstante, no me quejo; después de todo, este es solo un castigo leve, un bajo precio a cambio de la gran recompensa que supone el ser ciudadano de lo que he llamado, con bastante pomposidad, supongo, un espacio universal de libertad, algo que solo habría podido alcanzar escribiendo en inglés.

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