En busca del corazón oscuro, cultura e identidad
La historia y la identidad de Croacia se basan en dos oxímoron importantes y distintivos. El primero es el hecho de que los croatas son católicos balcánicos. El segundo, que son eslavos mediterráneos. Parece imposible que ambas afirmaciones –especialmente desde la perspectiva occidental– puedan ir unidas. Desde esta perspectiva, balcanista/orientalista, los Balcanes se han considerado con frecuencia como un área siniestra y semi-oriental, completamente opuesta al concepto racionalista y culto de Europa. Este concepto orientalista se relaciona habitualmente con el cristianismo ortodoxo o el islam. Se da por supuesto que la gente de los Balcanes pertenece a esas confesiones “oscuras”, “místicas” e “irracionales” y no a “nuestra” –por extensión– comunidad religiosa occidental.
El segundo oxímoron es –desde la perspectiva occidental– igualmente difícil de digerir. En la tradición occidental, el mundo eslavo se ha asociado generalmente a Rusia y a sus Estados satélites, a las grandes llanuras de Europa del Este, al alfabeto cirílico y a hermosas modelos rubias que invaden las portadas de las revistas, apareciendo como reinas de las nieves. En Croacia, esta idea preconcebida choca con algo completamente opuesto. Croacia es una nación eslava cuyos habitantes hablan “uno de esos idiomas ininteligibles”, con esas letras tan horribles como “” o “d” que aterrorizaban a Hans Castorp, el héroe de la Zauberberg (La Montaña Mágica) de Thomas Mann. Por otra parte, estos eslavos parecen sorprendentemente mediterráneos, de pelo y complexión oscuros, viven en un país costero con playas de agua esmeralda y deambulan entre templos romanos, ruinas griegas, palacios góticos y pinturas renacentistas venecianas.
Estos dos oxímoron influyeron y definieron profundamente la cultura croata a lo largo de los siglos, desde el Renacimiento en adelante. Al estar situados en los Balcanes y ser balcánicos –y al mismo tiempo estar confesionalmente unidos a Europa Occidental–, los croatas formaron durante 500 años de historia un mito de autodefinirse como la “frontera de Occidente” o el “borde de Europa”. Dicho concepto apareció por primera vez en 1494, cuando la nobleza croata hizo pública en la cumbre de Bihac (hoy situada en Bosnia) una carta dirigida al emperador alemán Maximiliano en la que pedían ayuda militar y en la que se definía a Croacia como un antemurale christianitatis (baluarte de la cristiandad). Lo que fuera inicialmente una simple declaración táctico-militar, una útil herramienta propagandística durante las Guerras Turcas, el concepto de “baluarte de Europa” se convirtió durante siglos en un mito de autodefinición fundacional, un mito que reivindica que los croatas son fundamentalmente “europeos” (signifique lo que signifique europeo) que simplemente se encuentran en el sitio equivocado, cerca del abismo balcánico. Probablemente esta es la razón por la que a los croatas les gusta tanto criticar lo balcánico y se autodesprecian, sentimientos elaborados a través de la interiorización de la mirada occidental colonial. Siempre que ven un baño público sucio, hinchas de fútbol violentos o siempre que leen en el periódico sobre un nuevo caso de corrupción en las altas esferas políticas, los croatas reaccionan con la frase: “Somos balcánicos. ¡Somos así!” y, en esta frase, “balcánicos” no significa nada bueno ni honroso.
Durante siglos, el propio concepto de “frontera de Occidente” fomentó que los croatas imitasen la cultura y la tecnología occidentales. El deseo croata de reaccionar inmediatamente a cualquier estilo artístico o tendencia cultural occidental motivó que el conocido (y tristemente célebre) artista de la vanguardia serbia Ljubomir Micic definiese a Croacia (en uno de sus manifiestos nacionalistas de los años 20) como una “cultura de loros y monos”. La parte positiva de ese deseo de “imitar como loros” trajo a la cultura croata el conocido como gótico floral veneciano, el Art Nouveau o la tecnología moderna. Por la parte negativa, este deseo de “imitar a Europa” fue el que llevó a los voluntarios croatas a luchar por los nazis en Stalingrado, a exterminar serbios y a la ciudad de Roma durante la Segunda Guerra Mundial.
Estos eslavos parecen sorprendentemente mediterráneos, viven en un país con playas de agua esmeralda y deambulan entre templos romanos y pinturas renacentistas
Otro oxímoron de la cultura croata es el hecho de que los croatas son colonizadores eslavos que viven en una costa mediterránea que ha heredado muchos estratos culturales: griego, romano, veneciano… Durante dos siglos, Istria y Dalmacia fueron objeto de lucha entre dos nacionalismos rivales: el italiano y el eslavo-croata. Estos nacionalismos llegaron a las armas en varias ocasiones: como guerras dentro de una guerra, en la guerra entre Italia y Austria durante los años 60 del siglo XVIII; en el frente de Soa-Isonzo durante la 1ª Guerra Mundial; y en la 2ª Guerra Mundial, cuando los partisanos dálmatas e istrios lucharon contra Mussolini. Durante esta persecución histórica, el patrimonio cultural del Adriático oriental fue objeto de expropiación nacionalista. Para los nacionalistas italianos el hecho de que Croacia cuente con ruinas romanas y pinturas de Tintoretto era una prueba suprema de su “italianidad”. Bajo semejante interpretación cultural, los croatas no eran sino meros inquilinos, habitando un espacio que espiritualmente no les pertenecía y que nunca les pertenecerá. Irónicamente, esta misma herencia cultural se convirtió en uno de los argumentos que usaron los croatas para autodefinirse como “occidentales”. El hecho de que los croatas tengan poetas renacentistas (pero los eslovenos no) o de que tengan catedrales medievales (y los serbios no) se convirtió en un símbolo de los juegos nacionalistas yugoslavos, y en argumento fundacional para el separatismo.
¿QUÉ SON Y QUÉ NO SON LOS CROATAS?
Definida por estos dos oxímoron, la cultura croata tuvo que enfrentarse a otro “problema” interno, visto por muchos (entre los que me incluyo) no como un problema, sino como algo hermoso. Ese problema era y es su heterogeneidad. Croacia pertenece a los Balcanes, al Mediterráneo y a la Europa Central y del Este de los Habsburgo. Croacia ha sido colonizada en tres ocasiones a lo largo de la historia: por los Habsburgo en el noroeste, por los turcos otomanos en los altiplanos centrales, y por los venecianos, que controlaron el litoral y definieron al Adriático como un “corredor fuertemente blindado”, tal como una vez escribió el periodista italiano Paolo Rumiz. Esta división histórica resulta en una división cultural, de modo que los habitantes de Zagreb y de Dubrovnik no hablan igual, no juegan a los mismos juegos de cartas y no cocinan las mismas cosas.
El croata tiene tres dialectos (štokavski, akavski y kajkavski) y el idioma oficial –el štokavski– es casi idéntico al serbio y al bosnio. Aunque el idioma oficial de los medios de comunicación y de la alta cultura es el štokavski, este solo se habla tradicionalmente en una de las ocho ciudades más importantes del país, Osijek.
Croacia tiene tres tipos de cocina: la cocina dálmata (mediterránea, basada en el uso del aceite de oliva y del marisco), la del norte del país (típicamente centroeuropea) y la cocina de las áreas montañosas centrales, típicamente balcánica. Para algo tan sencillo y banal como el tomate, el croata usa tres palabras diferentes. En el sur se usa el italianismo pomidora, en Zagreb el germanismo paradajz, mientras que las noticias de la televisión oficial llaman a este humilde vegetal con el neologismo oficial eslavo del siglo XIX: rajcica (planta del paraíso). Como resultado de estas diferencias, Croacia presenta unos marcados regionalismos que a menudo se manifiestan en la música popular dialectal o en el apoyo a equipos de fútbol regionales. Dos regiones croatas –Istria y Eslavonia– se encuentran gobernadas por partidos políticos regionalistas y Dalmacia cuenta con una larga tradición de política autonomista.
Privada de unidad cultural y lingüística, dividida bajo diferentes gobernantes, sin tradición de condición de Estado ni de soberanía, el nacionalismo croata no podía abastecer a las fuentes que generaban su mito con el repertorio “habitual” del nacionalismo europeo: aquí no existía una dinastía unificadora (como la inglesa), ni un Estado central (como en Francia), ni un marco geográfico (como en Italia), ni gobernantes ni dinastías legendarios. Si otros nacionalismos basan sus “comunidades imaginadas” (como las llamó Benedict Anderson) en el idioma, Croacia compartía su idioma oficial con serbios y bosnios. Si otros usaban como elemento unificador la música, la cocina o la configuración geográfica, puesto en estos términos, Croacia se vio desintegrada por las tradiciones locales. En tales circunstancias, el nacionalismo croata –especialmente tras la creación de Yugoslavia– comenzó a autoidentificar su nación en términos negativos. La pregunta clave no era qué es Croacia, sino qué no es. Se suponía que Croacia no era balcánica, no era “cismática”, no era del Este. Se supone que tenía que ser occidental, ser leal al Papa y católica, ser del Oeste.
Todo este conjunto de nociones se convirtió en algo extraño durante el siglo XX: en una especie de religión nacionalista secular, basada en una amalgama clerical de devoción y chovinismo, y con un objetivo escatológico, casi “sionista”: Croacia tenía que “volver a ser Europa”. Dicha religión secular hizo que los croatas se rebelaran contra toda manifestación de Yugoslavia (que se consideraba –desde la perspectiva del nacionalismo croata– como “fundamentalmente del Este/balcánica”). Esto los llevó a votar por la separación en 1990. Los llevó a luchar en una guerra por su independencia, que terminó con su sorprendente victoria en 1995. Esa escatológica búsqueda de una mítica tierra prometida europea llevó a los croatas a realizar reformas y a aceptar las exigencias de la Unión Europea aunque estas fuesen muy impopulares (como el reciente cierre de nuestros astilleros, orgullo de la industria nacional). Este escatológico “mito de Europa” es la razón por la que incluso hoy día no hay ningún partido ni movimiento político euroescéptico importante en Croacia.
La parte negativa del deseo de “imitar a Europa” fue la que llevó a los voluntarios croatas a luchar por los nazis en Stalingrado, o a exterminar serbios
Mientras escribo estas líneas, Croacia está concluyendo las negociaciones con la UE, con un solo capítulo por negociar. Lo más probable es que Croacia ingrese en la UE en 2012. Por tanto, el objetivo “religioso” casi se ha conseguido. La nación que confiaba en el prodigio europeo, igual que los testigos de Jehová, ahora ve que sus consecuencias mesiánicas no son más que una débil luz al final del túnel. Croacia abandonó Yugoslavia, consiguió la independencia, llegó a ser miembro de Europa, técnicamente “llegó a ser Europa”. ¿Eso fue todo? ¿Somos felices? ¿Hemos conseguido lo que queríamos? ¿Y de verdad lo queríamos?
DE LA IDEALIZACIÓN DE LA GUERRA A UNA NUEVA “OLA NEGRA”: LA CULTURA CROATA DESPUÉS DE LA INDEPENDENCIA
Esta serie de preguntas sencillas es la esencia de toda la cultura croata de las dos últimas décadas. Durante los últimos 15 años más o menos, los mejores escritores de ficción, directores de cine, músicos de rock y artistas conceptuales han elaborado su material artístico en diferentes formas y géneros, pero con una cosa en común. Todos se preguntan lo mismo: ¿Las uvas que tan ansiosamente queríamos alcanzar son agrias y amargas? ¿Somos realmente lo que pretendíamos o queríamos ser?
Este proceso de autoexamen comenzó obviamente durante la guerra de los años 1991-1995. Para la sociedad croata, la guerra fue muy dolorosa durante su etapa inicial en cuanto a derramamiento de sangre y destrucción, pero al mismo tiempo fue muy útil para posicionarse culturalmente. Croacia fue atacada, era más débil, apenas tenía armas y era la víctima evidente. Esa postura de víctima sirvió como elemento unificador para esta nación recién nacida que apenas contaba con una identidad común y cuyos miembros no sabían mucho los unos de los otros. Pero después de esta idealización y exaltación iniciales, las cosas se empezaron a complicar. Franjo Tudman –llamado el “George Washington croata”– resultó ser una figura despótica, un líder autoritario obsesionado con controlar la vida cultural, deportiva y social. La política exterior croata se vio envuelta en el vergonzoso reparto de Bosnia, que arruinó la reputación de Croacia en el extranjero, la alejó de los musulmanes bosniacos, tradicionales aliados croatas, provocando consecuencias trágicas para los bosnios musulmanes y católicos. En Croacia, la privatización (tajkunizacija) auspiciada por el partido gobernante provocó la injusticia social y el escándalo público. A mediados de los años 90, los croatas aprendieron su primera lección: un Estado-nación independiente no es ni será nunca un idílico jardín de rosas, a salvo de injusticias y de conflictos de interés internos.
La segunda lección importante llegó en agosto de 1995, cuando el Ejército croata liberó un tercio del territorio en un ataque masivo –apoyado por la OTAN– en solo cinco días. La victoria dejó un regusto amargo: la muerte de civiles serbios, sobre todo ancianos, los saqueos, los robos y las venganzas en masa pusieron claramente de manifiesto que los croatas son tan capaces de comportarse como “salvajes balcánicos” como sus adversarios.
La cultura croata reaccionó a aquel periodo amargo con un naturalismo duro e intransigente. La literatura experimental post-modernista que había dominado el panorama literario previamente fue desvaneciéndose y dio paso a una nueva generación de escritores que adoptaron una especie de ficción directa, dominada por la trama y socialmente reveladora a menudo llamada stvarnosna proza (ficción verosímil). Veteranos de guerra locos, drogadictos, nuevos ricos capitalistas, criminales y extremistas de derechas abundaban en la literatura de aquella época. Al principio de este movimiento, en 1997, publiqué mi primera novela Plaster Sheep (Ovejas de yeso) y recuerdo el escándalo que causó en la sociedad la desolación explícita de mi libro, y no solo del mío. Los relatos cortos de escritores como Miljenko Jergovic y Robert Perišic; las novelas de humoristas como Ante Tomic; las sombrías obras de teatro de Mate Matišic (recogidas en su Trilogía sobre la Muerte); la visión grotesca de la región de Lika, en los altiplanos croatas, que nos ofrece Damir Karakaš en su colección de relatos Kino Lika; la de la vida de los jóvenes ricos de Zagreb en la novela El cuarto de la demolicióm de Tomislav Zajec… es la narrativa de ficción que dominó la cultura croata a principios de siglo. Después de la narrativa de ficción vino el cine. Muy propagandístico y nacionalista a principios y mediados de los 90, el cine croata reaccionó a la crisis social de un modo muy similar a como lo hizo la literatura.
DE VUELTA CON LA IDENTIDAD: EL REGRESO A LA YUGOSFERA
El año 2000 supuso una línea divisoria para la cultura y la sociedad croatas. Tudman murió en el otoño de 1999 y su partido, el HDZ, perdió las elecciones. Los ex comunistas volvieron al poder con una agenda liberal y pro europea, pero el mero hecho de que los “rojos” pudieran ganar las elecciones en una Croacia independiente fue considerado por muchos, sobre todo la Iglesia y los conservadores, como un auténtico incesto. Solo un par de semanas antes de este logro histórico, apareció una película que anticipaba emocionalmente el cambio: la comedia Maršal (Maršal, el fantasma de Tito) del director Vinko Brešan. Esta comedia de alto concepto partía de la idea de la aparición del fantasma del viejo líder comunista Josip Broz Tito en una pequeña isla dálmata. Un astuto hombre de negocios de la isla –miembro de la nueva oligarquía– intenta usar estos fenómenos paranormales para sacar provecho del turismo, ya que miles de veteranos partisanos y “viejos camaradas” visitan la isla en peregrinación. La metáfora política era obvia: la avaricia y la crueldad de la oligarquía de Tudman revivieron el espíritu de la izquierda, que volvió a tomar el poder. Maršal fue una película que preparó emocionalmente al público para la primera victoria de los ex comunistas en el nuevo Estado croata. Dicha victoria tuvo lugar un par de semanas más tarde. En la realidad –igual que sucede en la película–, la victoria de los “rojos” no era la victoria del comunismo, sino la victoria auténtica y definitiva del capitalismo liberal.
A principios del siglo XXI, Croacia vivió una extraña doble vida. Por un lado, en el ámbito político y económico se iniciaron reformas, se comenzó a procesar a los líderes militares, empezaron las negociaciones con la UE, se liberalizó la vida cultural que había estado durante demasiado tiempo bajo la sombra autoritaria de Tudman. Por otro lado, la subcultura de derechas se extendió a las calles. Las multitudes se amotinaron contra el arresto de los generales, los hooligans saqueaban las calles y los sectores inferiores del clero participaban en un populismo derechista. Este nuevo nacionalismo popular encontró su personificación cultural en la figura de Marko Perkovic Thompson, que es un cantante de rock que siempre aparece vestido de negro y canta en un escenario adornado con una gran espada de cartón. Sus canciones alaban la vida rural, la maternidad, los paisajes montañosos de Bosnia y Dalmacia. Thompson –cuyos conciertos se emitían en la televisión pública y a veces también se prohibían a causa del implícito (y en ocasiones explícito) contenido pro fascista de sus canciones– se convirtió en una figura integradora del nuevo escenario nacionalista croata: sin una figura política relevante, el nacionalismo encontró un cantante como elemento integrador.
Es irónico el hecho de que la música de Thompson es –en términos estilísticos– profundamente yugoslava. Mezcla de rock duro, de folklore macedónico y del pastirski rok (rock de los pastores) creado en los años 80 por Goran Bregovic, se convirtió en la lingua franca de la música rock en la Yugoslavia provincial, semi-urbanizada, y Thompson se dirigía a ese público con sonidos “panyugoslavos” con contenido ultra-croata. Esta ironía estilística lo dice todo de esta era. El nacionalismo croata –ante el cercano ingreso en la UE– no necesitaba el viejo mantra de “somos europeos”. Europa lentamente se convirtió en una especie de hombre del saco que “arresta a nuestros generales”, y el nacionalismo croata perdió su sabor elitista y totalmente prooccidental.
Al mismo tiempo, la sociedad croata atravesaba una etapa típica de reminiscencia de su pasado yugoslavo/comunista. Si la Östalgie –típica de toda la Europa del Este– tardó en llegar a Croacia, cuando lo hizo tuvo su trasfondo específico. En el momento en el que de verdad se acercaban a Europa o “Europa”, los croatas dejaron de preocuparse si sus costumbres se percibirían como “del Este”, y se abrieron al círculo cultural de la antigua Federación. El glamuroso folk electrónico serbio (denominado turbofolk) fue increíblemente popular en Croacia, los croatas devoraban las telecomedias bosnias y la música macedonia. Al final de la década, el periodista británico Tim Judah acuñó el término Yugosfera para definir esa nueva región económica y cultural, unida por el mismo idioma, los mismos gustos y la misma memoria.
Para la sociedad croata, la guerra fue muy dolorosa, pero al mismo tiempo fue muy útil para posicionarse culturalmente
Al mismo tiempo, Croacia se dio cuenta por primera vez de que las “costumbres de los Balcanes” como la corrupción, el nepotismo y la violencia no eran algo que los maléficos vecinos del Este “exportasen” a Croacia. La sociedad reconoció que se identificaba en gran medida con los Balcanes, en un modo bueno y malo, y que muchos aspectos que se consideraban “balcánicos” se encuentran en realidad profundamente enraizados en la sociedad croata. La etapa final de esta “apertura” cultural sucedió en 2006, cuando la extremadamente popular estrella del pop Severina pidió a Goran Bregovic que le compusiese una canción para participar en el Festival de Eurovisión. Bregovic compuso una típica canción folk con una letra trivial y lasciva con el provocativo nombre Štikla (Zapatos de tacón), que rápidamente se hizo muy popular. El periódico sensacionalista de Zagreb 24 sata (24 Horas) comentó la victoria de dicha canción en un concurso nacional con el siguiente titular en la primera página: “De tal país, tal canción” (“Kakva zemlja, takva pjesma”). En el vídeo de la canción aparecen gigantes con trajes folclóricos que caminan por las calles del centro de Zagreb destrozando rascacielos con sus tacones. La metáfora era clara: por fin Croacia podía hablar sobre su identidad balcánica si bien no del todo libremente, al menos sí con sinceridad.
SIGLO XXI: REVISIÓN DE LA DÉCADA
La primera década del siglo XXI ha sido la primera época en la que las artes y la literatura han vivido en una democracia plena, sin un marco ideológico impuesto. ¿Cuáles han sido los resultados de esta primera década libre?
En lo referente a producción cinematográfica y literaria, esta década ha sido naturalmente más fértil que los 90 (que seguían siendo autocráticos y semi-totalitarios). En literatura no hubo ningún estilo que dominase más que la stvarnosna proza entre 1995 y 2005. El grupo más coherente de escritores es un grupo de autores, en su mayoría mujeres, nacidos en los años 80 que escriben sobre la guerra, pero desde una perspectiva infantil, como sucede en Sloboština Barbi (La Barbie de Sloboština) de Maša Kolanovic, o en Zagorje Hotel (El Hotel Zagorje) de Ivana Simic Bodrožic. Otra escritora, Olja Savievic, escribe una variedad extraordinaria de realismo mágico mediterráneo con gran concienciación social en su debut narrativo Adio kauboju (Adiós, vaquero). Por otra parte, el que probablemente sea el mejor escritor croata, Zoran Feric, escribe una ficción elegante, fría y estrambótica, casi gótica, basada en la deformidad física, en la locura y en las interpretaciones erróneas. Su novela Djeca Patrasa (Los niños de Patras) y su colección de historias Andeo u ofsajdu (Angel fuera de juego) son probablemente las mejores obras de ficción de esta era.
En el cine, el periodo que siguió al año 2000 se ha considerado a veces como el “tercer periodo dorado” del cine croata, junto con el de finales de los años 50 y 60. Ya que el cine de los 90, semicontrolado e ideologizado, casi nunca trataba asuntos delicados, el nuevo siglo trajo toda una avalancha de largometrajes críticos y sombríos. El mejor de ellos es probablemente Crnci (Negros) de Zvonimir Juric y Goran Devic, que nos presenta a una brigada de soldados croatas de 1991, y nos deja ir descubriendo lentamente el verdadero secreto: los buenos hijos y vecinos son en realidad asesinos de masas que torturan civiles en el sótano de un edificio de oficinas. En 2003, Vinko Brešan dirigió la película Testigos basada en mi novela Plaster Sheep, llevando el tema de los crímenes de guerra a la gran pantalla por primera vez. Las películas de ese periodo tratan de la homofobia (Fine mrtve djevojke, Hermosas chicas muertas, de Dalibor Matanic); del síndrome de estrés postbélico (Tu, Aquí), de Zrinko Ogresta); de violentos hooligans (Metastaze, Metástasis, de Branko Schmidt); del tráfico de personas (Put lubenica, La ruta del limón, de Branko Schmidt); de la familia patriarcal (Oprosti za kung fu, Lo siento por kung fu, de Ognjen Sviliic); de la mentalidad colonial y sumisa (Armin de Ognjen Sviliic); y del odio interracial (Buick Riviera de Goran Rušinovic). Muchos de estos largometrajes son deprimentes, en ocasiones pesimistas. Pero muchos incluyen a un héroe enérgico, casi occidental, que se enfrenta a obstáculos y al pasado bélico y busca activamente un destino mejor. Esta especie de activismo “neoclásico” parecido al occidental es una manifestación obvia de la nueva ideología liberal, con su culto al activismo, a la movilidad social y a la capacidad emprendedora.
En lo que a la industria musical se refiere, el nuevo siglo no ha sido un periodo particularmente brillante. Un mercado inundado por el turbofolk serbio mina las bases económicas para la música pop croata, que tradicionalmente se exportaba mucho y era popular en la región. La música rock tradicional, diezmada por el cierre de muchos clubes, había perdido su relevancia social y su intensidad crítica. El hip-hop se convirtió en la principal herramienta del activismo musical socialmente relevante. El grupo de hip-hop TBF, de Split, y el compositor de hip-hop de origen bosnio Edo Maajka se convirtieron en los portavoces de toda la generación. Un aspecto interesante de la nueva música pop croata es su regionalismo. La mayoría de los cantantes y compositores (sobre todo los de Istria y Dalmacia) abandonaron el lenguaje literario y, dependiendo de su origen, comenzaron a cantar en diferentes dialectos y jergas urbanas, desafiando al lenguaje literario como una herramienta de opresión ideológica.
En el teatro y en las artes escénicas, Croacia todavía tiene muy enraizado el anticuado modelo austro-húngaro de grandes teatros de repertorio (Teatros Nacionales) que reúnen ópera, ballet y drama bajo un mismo techo. El modelo conservador de teatro de repertorio con una plantilla fija de actores desmotivados y en el que los profesionales más creativos marchan a otros sitios ha originado un panorama teatral estático y rutinario que muestra buenas obras esporádicamente, pero que no presenta muchas sorpresas. Durante esta década, dos directores emergentes se han hecho famosos por proyectos realizados fuera de la práctica de producción habitual. El director Oliver Frljic sorprendió al público con varios espectáculos provocativos que trataban temas como la violencia doméstica o los crímenes de guerra: su producción de la Fedra de Eurípides casi fue prohibida en Split, porque se usaron los viejos discursos políticos que el primer ministro Sanader dio cuando aún era un nacionalista radical y no un reformista moderado. La pareja artística formada por Bobo Jelic (director) y Nataša Rajkovic (dramaturga) llevó a cabo un proyecto teatral basado en la construcción meticulosa de personajes a través de la improvisación, sin texto previo. Este método –similar al de Mike Leigh– lo usan para tratar el tema de la ansiedad de la familia urbana y de las relaciones entre vecinos.
EL CORAZÓN OSCURO DE CROACIA
La metáfora popular describe a Croacia como un hermoso paquete que envuelve oscuridad. Desde la superficie, Croacia realmente parece un país hermoso, bastante rico y próspero con una sensacional variedad de paisajes, ciudades impresionantes, es uno de los centros turísticos con más éxito de esta década y tiene una vida política moderada sin partidos extremistas de derechas en el Parlamento. Pero por debajo hay algo más: nacionalismo endémico, profunda división social a causa de la 2ª Guerra Mundial, partisanos y ustashe, corrupción omnipresente, aparato estatal incompetente, nepotismo. Como en muchas sociedades mediterráneas, Croacia tiene una doble vida social: una oficial, de procedimientos parlamentarios, concursos públicos y entrevistas de trabajo; y una vida “real” subyacente de complejos lazos familiares, sobrinos, tíos, padrinos, gente del mismo pueblo o región que se ayudan entre sí, se dan trabajo, se ofrecen contratos, información privilegiada, sobornos y protección policial. Si el periodista británico Tobias Jones escribió sobre el “corazón oscuro de Italia” durante el apogeo de la era Berlusconi, cada día Croacia descubre su propio “corazón oscuro”, oculto bajo la superficie de islas soleadas y cafés en plazas renacentistas. Este “corazón oscuro” es el auténtico gran tema de nuestra generación, un tópico real sobre el que vale la pena escribir, actuar y cantar.