Censura cultural
“Cuando el ustad* subió al coche (…) se le acercó un joven, le estrechó la mano y a continuación hundió una navaja en el cuello del ustad para asesinarlo: su objetivo era cortarle la arteria carótida, la que lleva la sangre al cerebro (…). Lo que salvó a Naguib Mahfuz fue precisamente su avanzada edad: el paso del tiempo había encorvado su cuerpo y esto hizo que el cuchillo no alcanzase la arteria principal. En aquel momento, cuando el coche empezó a moverse, el doctor Fathi Hesham –que iba al volante– se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Gritó: ‘¿Qué estás haciendo, loco?’. Salió del coche, el joven tiró el cuchillo y echó a correr. Fathi salió tras él, pero volvió enseguida junto al ustad herido; la sangre le salía a borbotones. Rápidamente Fathi volvió a su asiento, con una mano comenzó a hacer presión sobre la herida y con la otra condujo el pequeño coche hasta el hospital más cercano. Recorrió los pocos metros que faltaban hasta la entrada principal y se apresuró hacia la puerta gritando: ‘Abran la puerta… El ustad Naguib Mahfuz… Han intentado…”. (Extraído de El Magalis El Mahfuzia, de Gamal Al Ghitany, traducción original al inglés de la autora.)
El Premio Nobel egipcio Naguib Mahfuz –el creador de la novela árabe moderna– estuvo a punto de perder la vida en el intento de asesinato que acabo de narrar y que tuvo lugar el 14 de octubre de 1994. Durante los años anteriores al ataque, a la obra de Mahfuz se la había tildado de blasfema y al escritor se le había llegado a comparar con Salman Rushdie, la bestia negra de los extremistas islámicos.
El enfrentamiento de los islamistas contra Mahfuz se remonta a su novela de 1959 Hijos de nuestro barrio, una obra en la que se utiliza la alegoría religiosa para obtener un efecto magistral. La novela comienza con la expulsión de un hombre llamado Adán y de su mujer del jardín de su maestro. En el callejón fuera de la casa del maestro los descendientes de Adán se reúnen alrededor de personajes que nos recuerdan a los profetas Moisés, Jesús y Mahoma, que intentan redimir y reformar a la comunidad. La novela consiste en una serie de ciclos de desesperación e inspiración, de lucha y fracaso.
Asuntos como la religión, la política y el sexo se encuentran sometidos al control de un grupo de guardianes tanto designados por el gobierno como autodesignados
Mahfuz no sólo representó a Dios y al profeta Mahoma de un modo indirecto (algo que está prohibido por el islam), sino que los mostró como seres humanos imperfectos. La primera vez que apareció Hijos de nuestro barrio, publicada por entregas en el principal periódico egipcio, Al Ahram, los representantes de Al Azhar (la institución islámica más importante de Egipto) se indignaron. El novelista y los religiosos islámicos llegaron a un acuerdo: la publicación por entregas se completaría, pero Mahfuz nunca podría publicar la obra en Egipto (así que se publicó en Líbano). Treinta años más tarde, nuevos grupos extremistas islámicos, enfrentados con el gobierno egipcio, volvieron sobre aquel enfrentamiento y atacaron a Mahfuz, argumentando que sus obras demostraban que era un apóstata –es decir, que había renunciado al Islam–. Según estos grupos extremistas el castigo por apostasía era la muerte.
Cuando conocí a Mahfuz en 2006, Hijos de nuestro barrio se había convertido de nuevo en noticia. Por fin un editor pretendía publicar una edición en Egipto. El gobierno había conseguido acabar con los grupos islamistas que tenían aterrorizado a Egipto a principios de los años noventa, pero Al Azhar seguía oponiéndose a la publicación. En aquella época Mahfuz tenía 94 años, era un anciano extremadamente delgado y encorvado, sordo de un oído y prácticamente ciego, pero que seguía reuniéndose cada tarde con sus amigos y seguidores en un hotel de El Cairo. Entró en la sala despacio, con un amigo sujetándole por el codo y se dejó puesto su largo abrigo toda la tarde. Formando parte claramente de un apreciado ritual, pidió una taza de café turco y fumó un único cigarrillo. Sus manos cerradas y atrofiadas, en forma de garra, eran muestra del daño irreversible que el ataque había causado en los nervios.
Cuando saqué el tema de Hijos de nuestro barrio, Mahfuz pareció molestó y reacio a hablar del libro. “Ese libro es el motivo de que me atacaran”, dijo bruscamente. Casi una hora más tarde se giró hacia mí y me preguntó: “¿Usted cree que el libro ofende a la religión?”. Yo me apresuré a asegurarle: “Por supuesto que no”. Me dirigió una sonrisa lenta y burlona –acaso estaba siendo ingenua o insincera, parecía preguntar–. Mahfuz murió seis meses más tarde y, por fin, aquel mismo año se publicó en Egipto Hijos de nuestro barrio.
El hombre que organizó mi encuentro con Mahfuz fue Gamal Al Ghitany, viejo amigo del novelista y famoso escritor egipcio por derecho propio (y que es además el autor del pasaje que aparece al comienzo de este artículo). Más o menos en la misma época de mi encuentro con Mahfuz, fui a ver a Al Ghitany a las oficinas que tenía como editor de una importante revista literaria; pero no lo encontré porque habían cambiado sin previo aviso las oficinas a un edificio al otro lado de la calle. Me explicó que se trataba de una medida de seguridad ya que había recibido amenazas a causa de una imagen publicada en la portada de su revista: una caricatura que comparaba a una muchacha con velo con otra cuya ropa interior asomaba por sus pantalanes vaqueros. “Preferiría que no mencionaras esto en tu artículo –me dijo–; confío en que todo se acabe olvidando”. Hice lo que él me pidió y el asunto nunca llegó a convertirse en una auténtica polémica, de las que suelen ocuparse los columnistas de los periódicos.
La cuestión de lo que se puede decir (o mostrar) es una constante en la vida cultural del Próximo Oriente que con frecuencia se ve salpicada por debates sobre si una determinada obra ofende a la moral pública, rompe tabúes o debería censurarse. Egipto, donde vivo y trabajo, está en el núcleo de muchas de las controversias (o más bien podría decir en el núcleo de muchos de los concursos de gritos) entre los protectores de la religión y de la moral y los defensores de la sagrada vocación del artista, debido a la relativa permisividad que hay en el país y porque una gran parte de los largometrajes y libros del mundo árabe se producen aquí. Sin embargo, en todo el Próximo Oriente, asuntos como la religión, la política y el sexo se encuentran sometidos al control de un grupo de guardianes tanto designados por el gobierno como autodesignados. No obstante, ya que evitar estos asuntos supondría evitar todo lo que sea de interés, estos guardianes con frecuencia acaban teniendo contacto con los artistas, al deambular por los terrenos supuestamente más delicados e ilícitos de la sociedad.
La cuestión de lo que se puede decir (o mostrar) es una constante en la vida cultural del Próximo Oriente
El asesinato es la forma más extrema de censura y continúa siendo algo poco frecuente (el intento de asesinar a Mahfuz marcó el momento culminante de una oleada de actividad extremista en Egipto, de la que también fueron objetivo otros intelectuales, funcionarios del gobierno y turistas). A los artistas se les silencia de un modo más agresivo en épocas de mayor tensión, cuando las autoridades se sienten en peligro o cuando nuevos grupos tratan de alcanzar el poder. En 1981, el presidente egipcio Anwar al-Sadat encarceló a unos 1.600 escritores e intelectuales del país con la esperanza de acallar las críticas hacia su política; pero fue en vano, porque muchos de ellos continuaron escribiendo en la cárcel y fueron liberados un mes más tarde cuando una célula islámica asesinó al presidente. La clase culta de Argelia se vio diezmada durante la Guerra Civil, bien porque los intelectuales fueron objetivo de las facciones islamistas o porque tuvieron que exiliarse. El escritor argelino Tahar Djaout describió de un modo elegante y mordaz la paradoja a la que se enfrentaban él y sus colegas: “Si tu parles, tu meurs. Si tu te tais, tu meurs. Alors, dis et meurs” (“Si hablas, mueres. Si te quedas callado, mueres. Entonces habla y muere.”). Los escritores e intelectuales marroquíes fueron perseguidos durante los années de plombe (“los años de plomo”), cuando el rey Hassan II intentaba consolidar su poder de un modo implacable. Los escritores sirios e iraquíes también tuvieron que soportar los golpes y contragolpes de Estado que sacudieron a estos países a mediados del siglo veinte y las sangrientas dictaduras que les siguieron. Líbano ofreció refugio a muchos de estos escritores hasta el estallido de la Guerra Civil. Entretanto, los escritores palestinos pagaban el precio de participar en el movimiento de liberación nacional: Ghassan Kanafani, asesinado por agentes israelíes en 1972, fue el más famoso de ellos.
La censura en Oriente Próximo se desarrolla en un espectro que va desde lo trágico y mortal, pasando por lo arbitrario, hasta llegar a lo absurdo. Por una parte, se trata de un complicado proceso de restricción e intimidación cotidianas y, por otra, de subterfugios y negociaciones. Es imposible ofrecer en un solo artículo toda la historia de la censura en Oriente Próximo; ni tan siquiera se puede dar cuenta detallada de la censura en la actualidad, ya que son demasiados países, cada uno diferente, con acontecimientos e historias diferentes. Me limitaré a hacer unas cuantas observaciones y a proporcionar una selección arbitraria de ejemplos, pero sin duda dejaré fuera a muchos artistas, obras y acontecimientos que merecerían ser mencionados.
En Líbano, cualquier autoridad religiosa puede exigir que se prohíban obras que ofendan a su congregación; la Iglesia católica, por ejemplo, pidió que se prohibiera “El código Da Vinci”
Todos los países árabes cuentan con instituciones gubernamentales encargadas de la censura, pero sus responsabilidades, peculiaridades y poderes varían de un país a otro. En Líbano, el confesionalismo que domina la sociedad y la política se refleja en su sistema de censura: cualquier autoridad religiosa tiene el derecho a exigir que se prohíban obras que ofendan a su congregación –la Iglesia católica, por ejemplo, pidió que se prohibiera El código Da Vinci–. En Arabia Saudí, la aplicación de la ley islámica implica que ciertas formas de arte no están permitidas en absoluto: por ejemplo, no existe prácticamente producción cinematográfica y no hay cines. En los Territorios Ocupados, los artistas se enfrentan a una triple censura: la de las facciones palestinas, la de las de las autoridades israelíes (que recientemente entorpecieron el Festival de Literatura Palestina, obligando a cambiar el sitio en el que se iban a celebrar dos de sus actos en Jerusalén) y la del aislamiento cultural impuesto por la ocupación.
Parte de la burocracia de la censura se dedica a revisar y decidir el destino de obras extranjeras. Muchos libros extranjeros son vetados y en muchas películas extranjeras se suprimen escenas de un modo exagerado y descuidado. A las sesiones del Festival de Cine de El Cairo asisten jóvenes que saben que los largometrajes que participan no han sido censurados. Nunca olvidaré aquella vez en la que intenté ver una película cuyo sugerente título y procedencia (Escandinavia) atrajeron a una gran multitud de jóvenes egipcios que esperaban ardientemente ver la depravación occidental sin que se suprimieran escenas. Casi echan abajo las puertas del cine.
Cuando se trata de obras árabes, el grado de censura a menudo está relacionado con el interés popular que suscita una determinada forma artística: el cine y la televisión sufren un mayor control y los guiones deben someterse a la aprobación de los censores antes de que comience el proceso de producción. La literatura, que no cuenta con un público muy amplio (el público que compra libros sigue siendo bastante reducido), goza de una afortunada falta de atención por parte de los censores. En cualquier caso, los organismos oficiales que se encargan de la censura en los países árabes no cuentan con los medios ni con la disposición para revisar atentamente las obras nacionales ni las que llegan de otros países. Personas ajenas al proceso de censura –normalmente grupos e instituciones religiosas– a menudo desempeñan un papel activo en dicho proceso, incluso cuando no tienen poder legal para hacerlo. Así por ejemplo, los miembros islamistas del parlamento pueden proponer que se censure una obra “depravada” durante una sesión parlamentaria; los periódicos pueden iniciar campañas contra un determinado autor o una determinada película y las instituciones religiosas pueden llamar la atención sobre obras que ellos consideren ofensivas para que las autoridades intervengan. En muchos casos la ofensa no será más que algunas escenas o algunas líneas que, casi con toda seguridad, las personas que denuncian no habrán visto o leído. Sin embargo, estas campañas aparentemente ridículas pueden tener consecuencias serias. En Jordania recientemente, los Hermanos Musulmanes hicieron que se condenara al poeta Islam Samhan a un año de cárcel por ridiculizar al islam. En Egipto, una táctica jurídica llamada hisba –basada en un principio tradicional de la ley islámica– permite a cualquier individuo denunciar a un artista que teóricamente haya insultado o renunciado al islam si lo denuncia para defender el interés de la sociedad musulmana. La consecuencia más infame de estas denuncias es que si el acusado es declarado culpable se tiene que divorciar automáticamente de su cónyuge en nombre de su bienestar moral. Ya se han iniciado varias acciones de este tipo, hasta ahora todas sin éxito, contra la escritora feminista Nawal Al Saadawi, que se ha convertido en toda una especialista en provocar al ordenamiento religioso, tanto en sus afirmaciones públicas como en algunas de sus obras como La caída del imán y Dios dimite en la cumbre.
El resultado de estas maniobras contra escritores y artistas depende en gran medida del equilibrio de poderes entre el Estado y los grupos religiosos. Las campañas contra formas artísticas supuestamente ofensivas constituyen un modo eficaz para que los grupos islamistas se impongan políticamente o para poner a la defensiva sistemas que ellos consideran ilegítimos. Es poco probable que los gobiernos autoritarios del Próximo Oriente arriesguen su capital político por un principio como el de la libertad de expresión; no quieren ver que este principio se desarrolla en sus sociedades. Pero tampoco quieren ceder ante sus oponentes islamistas. En general, los regímenes que necesitan legitimación religiosa (Arabia Saudí, Egipto) responden más a las demandas de prohibición y persecución de artistas “blasfemos”, mientras que los regímenes que mantienen una relación de enfrentamiento con los grupos islamistas (Siria y los países del Magreb) es más probable que hagan oídos sordos a estas demandas.
Los escritores árabes han desafiado a las autoridades religiosas y políticas durante siglos, porque a veces llevar a cabo su trabajo sin hacerlo es imposible
En los Territorios Ocupados, los artistas se enfrentan a una triple censura: las facciones palestinas, las autoridades israelíes y el aislamiento cultural impuesto por la ocupación
Cuando estuve en Marruecos en el verano de 2006, el escándalo del momento era una película romántica de adolescentes (MaRock) que representaba el desbocado estilo de vida de las familias ricas marroquíes. La joven heroína del largometraje aparece con ropa muy corta, fuma y bebe, se burla de su religioso hermano y se niega a ayunar durante el Ramadán, pero lo más escandaloso es que se enamora de un muchacho judío. El principal partido islamista en la oposición pidió que se boicoteara la película y exigió al gobierno que la prohibiera. Cuando fui a hablar con miembros del partido, dijeron que la película era “una depravación”, “una provocación” y “un ataque contra el islam”. Insistían en que los jóvenes ricos, liberales y occidentalizados que aparecían en la película no “representaban” –o no se les debería permitir que representaran– a Marruecos. De lo que parecían no darse cuenta los islamistas era que esta campaña, como sucede con la mayoría de este tipo de campañas, era la mejor promoción que el largometraje podía conseguir. Mientras tanto, como era de esperar, los intelectuales laicos y los miembros del ordenamiento cultural apoyaron a la directora del largometraje de modo que una película romántica de adolescentes con ciertos toques de originalidad se convirtió en abanderada de la libertad de expresión.
Las autoridades marroquíes ignoraron las quejas de los islamistas. Este tipo de falta de atención es lo máximo que los escritores y artistas árabes pueden esperar de sus gobiernos, pero no pueden esperar ningún tipo de protección activa por parte de los mismos. Aunque los gobiernos árabes a menudo se presentan como mediadores entre los artistas y los críticos religiosos, la verdad es que son cómplices en minar la libertad de los artistas. Del mismo modo que a los islamistas les gustaría que el arte reflejase un ideal islámico social e histórico –y no la realidad problemática, ni la experiencia de un individuo– a los Estados les gustaría que el arte se ajustase a determinados mitos y piedades nacionales. El grado de tolerancia a la disensión política –a diferencia del tipo de “inmoralidad” que molesta a los islamistas– está relacionado con el nivel de autoritarismo de cada régimen y con el grado de control que ejercen (Líbano quizá sea el país árabe más permisivo en términos de censura porque se trata de una nación débil y fragmentada). En muchos países árabes es lícito hablar sobre la corrupción y la incompetencia del gobierno en términos generales, tal como hizo el éxito teatral Ahwa Saada (que significa Café negro en árabe), compuesto por una serie de siniestras escenas cómicas sobre la corrupción, la desigualdad social y el deterioro general de la sociedad egipcia. Pero las referencias directas a los gobernantes o a su séquito, a instituciones como el ejército o a determinados asuntos considerados de seguridad nacional son ya algo más serio. Casi con toda certeza se atraerá la atención de los censores si se habla sobre la responsabilidad en la guerra civil de Líbano, sobre la disputa que existe sobre los territorios del Sáhara occidental en Marruecos o sobre la monarquía de Arabia Saudí o de otros países del Golfo.
Algunos regímenes pueden prohibir tácitamente que se traten determinados acontecimientos históricos traumáticos o comprometidos. Por ejemplo, Arabia Saudí no sólo prohibió Ciudades de sal, el increíble quinteto de novelas de Abderrahmán Munif sobre el boom del petróleo en el país y de cómo éste cambió a la sociedad saudí, sino que quitó al escritor la nacionalidad saudí. La última novela de Khaled Khalifa, Elogio al odio, trata sobre la severa represión que el ejército sirio llevó a cabo sobre la rebelión islamista en la ciudad de Hama en los años ochenta –una masacre que causó 10.000 muertos–. Aunque el libro fue prohibido inmediatamente en Siria, también resultó seleccionado para uno de los premios literarios más prestigiosos del mundo árabe. Los regímenes árabes a menudo son también susceptibles a la representación de realidades “incómodas” como el maltrato a las mujeres y a las minorías, las prácticas no ortodoxas o “no islámicas” o simplemente la pobreza. En este último sentido, el estupendo documental sobre El Cairo de Yussef Chahine, Al-Qahira munawwara bi-ahli-ha (El Cairo se ilumina con su gente) fue prohibido en la televisión egipcia por mostrar a la ciudad tal como es: llena de encanto pero también atestada de gente, caótica y sucia. Hasta el año 2000, Marruecos no permitió que se publicara la extraordinaria novela autobiográfica de Muhammad Chukri, El pan desnudo, que traza la vida del autor en las calles de Tánger y que se ganó inmediatamente los elogios de Occidente tras ser publicada en inglés en 1973. Los censores árabes pueden prohibir una obra sencillamente porque no se ajuste a la imagen nacionalista ideal ya que esto supuestamente expone al país a sufrir la falta de respeto del resto del mundo (sobre todo del mundo occidental). También pueden censurar obras que critiquen a otros gobiernos árabes, observando así un código de omertá entre regímenes autoritarios.
La imprevisibilidad es el factor clave en la censura del mundo árabe. Sucede que libros publicados por una institución gubernamental o a los que el gobierno ha concedido algún premio son después prohibidos (y en un caso el premio fue revocado). Así también, una obra prohibida en un país gana un premio en otro. A una película que los censores aprueban se le rescinde de repente la aprobación. De pronto se pide que se censuren obras literarias que han estado en circulación durante décadas o incluso siglos. Libros que han sido prohibidos se pueden no obstante comprar y libros que no han sido prohibidos no están disponibles (como sucede en el caso de un libro publicado hace poco que presenta un retrato crítico del rey de Marruecos, Le Grand Malentendu). Las razones detrás de la censura, aunque a veces son fáciles de adivinar, no se especifican. Las acusaciones formales (“difamar al islam”, “empañar la reputación del país”, “incitar a conflictos sociales”, “ser un apóstata”) suenan terriblemente graves pero son exasperadamente imprecisas. A veces es difícil saber por qué una determinada obra se ha prohibido y a veces es difícil estar seguros de que se haya prohibido.
A pesar de la censura, cada año se ven en Oriente Próximo muchos largometrajes y novelas que hablan de política, que están comprometidos con los problemas de la sociedad o en los que el sexo aparece de un modo explícito. Estas obras se producen, se publican y se distribuyen a veces con permiso y a veces clandestinamente. Una joven saudí, que escribe bajo el seudónimo de Seba Al-Herz , se centra en su última novela, Los otros, en dos asuntos muy polémicos: en la minoría chií de Arabia Saudí y en una relación lésbica. La obra, prohibida inicialmente en Arabia Saudí pero publicada en Líbano y en Europa, ahora está disponible en toda la región (parece ser que también en el reino saudí). Los éxitos cinematográficos egipcios El edificio Yacobián y Heena Maysara (que se puede traducir como “Hasta que las cosas mejoren”) muestran muchas escenas de sexo extramarital y escenas muy gráficas de torturas llevadas a cabo en comisarías. Una compañía de teatro de Túnez –uno de los Estados policiales más discretos pero más eficaces del mundo árabe– ha producido una obra, Khamsoun, que repasa desde un punto de vista crítico la historia reciente de Túnez y que ha sido aplaudida en todo el Próximo Oriente e internacionalmente, a pesar de estar prohibida en su país. Compré en la Feria del libro de El Cairo, organizada por el gobierno egipcio, un libro en cuya portada aparece una caricatura del presidente Hosni Mubarak con un aspecto maléfico y diabólico, sentado en un trono cubierto con telas de araña (el libro trata de sus intentos por traspasar la presidencia a su hijo Gamal).
Todo esto es para decir que, aunque no podemos subestimar el daño que causa la censura, tampoco podemos subestimar a los artistas árabes. Los escritores y los directores de cine de estos países nunca han temido a los temas controvertidos. En las épocas y en los lugares donde la censura es más severa, recurren a la alegoría o hacen referencia a acontecimientos políticos actuales a través de hechos históricos similares. Algunas veces, cuando ya no les queda libertad de acción, se marchan al extranjero. Pero en la mayoría de los casos, se ocupan directamente –mordazmente, con humor y de un modo provocador– del mundo que los rodea. Hace poco conocí a dos escritores teatrales sirios que hablaban sobre las obras de Muhammad al-Magut (el gran escritor de sátiras, poeta y guionista sirio, autor del guión de la película “Las fronteras” y de un libro de ensayos titulado Traicionaré a mi patria) con gran veneración y afecto. Al-Magut fue encarcelado y obligado a huir a Líbano en varias ocasiones, pero al final volvió a establecerse en Siria, donde continúa siendo una inspiración para las generaciones posteriores.
La imprevisibilidad es el factor clave en la censura del mundo árabe. Libros publicados por una institución gubernamental o a los que el gobierno ha concedido algún premio son después prohibidos
El hecho es que del mismo modo que no está claro por qué algunas obras se prohíben, es un misterio por qué otras no. Hay tantas instituciones e individuos desconocidos que intervienen en el proceso de censura que constantemente aparecen errores o se toman decisiones sorprendentes, las reglas se modifican y los informes se pierden o se pasan por alto. Muchos libros extraordinarios consiguen pasar la censura sin ningún comentario. La idea general en Oriente Próximo es que si un libro no puede publicarse en el país de origen de su autor, puede llegar a publicarse en otro país. La censura se hace cumplir de un modo irregular y presenta muchas lagunas. Las novelas prohibidas se publican en Líbano y después consiguen llegar a otros países árabes. Las películas extranjeras se consiguen en DVD piratas. Muchas obras oficialmente censuradas se pueden conseguir con un poco de perseverancia y curiosidad. En El Cairo, cuando se prohíbe un libro, los dueños de las librerías esconden los ejemplares, doblan su precio y después los intentan vender atrayendo a los compradores con un “¡Esta obra está prohibida!”. A menudo, el que una obra haya sido prohibida supone una especie de condecoración y un estímulo para las ventas –es el modo más seguro de establecer credenciales artísticas y de conseguir la atención del público–. Muchos escritores y directores de cine buscan la controversia, aunque de un modo cuidadosamente controlado.
A pesar de la censura, cada año se ven en Oriente Próximo muchos largometrajes y novelas que están comprometidos con los problemas de la sociedad o en los que el sexo aparece de un modo explícito
Hoy en día, para una obra producida en alguno de los países árabes haber sido censurada es la mejor manera de atraer la atención de los medios de comunicación internacionales y de entrar en el mercado internacional. Como periodista cultural trabajando en Oriente Próximo, sé que a menudo los editores no se interesan por obras de la región a no ser que puedan decir que han sido prohibidas o que han originado algún tipo de controversia. Los pocos escritores o directores de cine árabes que consiguen que sus obras lleguen al mercado occidental siempre se promocionan diciendo que han sido los primeros en “transgredir los tabúes”, aunque la mayoría de dichos “tabúes” ya hayan sido tratados con anterioridad. Por ejemplo, levantó mucha polémica incluir una relación homosexual en el best seller de 2002 de Alaa Al Aswany, El edificio Yacobián, a pesar de que Naguib Mahfuz ya había incluido un personaje homosexual en su novela de 1947 El callejón de los milagros (Kirsha, el dueño del café, cuya afición por los jovencitos es bien conocida por todo el callejón y provoca violentas peleas con su mujer).
Muchas obras son censuradas, ya sean obras maestras o no. Las razones por las que una obra es censurada son tan arbitrarias y dependen tanto de la política que el hecho de que una obra se haya prohibido no es necesariamente una garantía de su integridad artística o de innovación, sino que puede simplemente querer decir que uno, quizá con bastante torpeza, ha tocado un tema candente del momento. Centrarse sólo en que una obra ha sido prohibida concede mucha importancia a la publicidad, a una forma de atrevimiento más bien superficial y automática. Se ha llegado a un punto en el que ha surgido en el mundo árabe un género de cine y literatura “de impacto” especializado en describir barrios marginales, niños nacidos fuera del matrimonio, relaciones homosexuales, prostitución y brutalidad gubernamental, extraídos más del sensacionalismo que de estar al servicio de una visión verdaderamente artística.
El mayor reto para los escritores árabes puede que no sea que sus obras lleguen a publicarse, sino que lleguen a leerse. Los artistas árabes cuentan con un público muy reducido –en El Cairo (una ciudad de 16 millones de habitantes) se considera que una novela ha tenido mucho éxito si vende más de 5.000 ejemplares–. El nivel de analfabetismo, de educación y el coste de la vida (que hace que los libros sean un artículo de lujo) sirven para explicar esta escasez de lectores; pero la marginalización de la clase intelectual y la anomia cultural del público se deben al autoritarismo y al descreimiento de unos ciudadanos empobrecidos e intimidados que han llegado a considerar que la cultura es una peligrosa pérdida de tiempo.
Sin embargo, por muy escaso que sea su público, los escritores y directores de cine árabes siguen implicándose en sus sociedades y, ya que estas sociedades son políticamente autoritarias y socialmente conservadoras, inevitablemente siempre habrá alguien que se sienta molesto por algo que han dicho y que “se supone” que no tenían que haber dicho. Los escritores árabes han desafiado a las autoridades religiosas y políticas durante siglos, porque a veces llevar a cabo su trabajo sin hacerlo es imposible. Más que considerar excepcionales las pocas obras que nos llegan a Occidente traducidas, deberíamos ser conscientes de que son parte de una larga y honorable historia de haber sido consideradas escandalosas.