¿Camino a la democracia?
El 22 de noviembre de 2011 se comenzó a escribir un nuevo capítulo de la historia de Túnez. En el Palacio del Bardo de la capital ‒el mismo lugar donde se firmó la primera constitución árabe del mundo, en 1861‒ tuvo lugar la sesión inaugural de la nueva Asamblea Constituyente. Fue un momento emotivo. Solo diez meses antes los tunecinos habían conseguido lo imposible, derrocar al que parecía ser su sempiterno dictador y desencadenar una oleada de levantamientos en todo el mundo árabe. Por primera vez en la historia, los tunecinos finalmente cuentan con una institución elegida por ellos mismos, que los representa, que refleja su diversidad y que tiene la misión de redactar una constitución que dé forma a su nueva realidad política. La democracia, según proclamaban algunos titulares entusiastas, por fin había llegado a Túnez. La sesión inaugural de la Asamblea fue el resultado de unas elecciones históricas, que también fueron muy alabadas como triunfo de la democracia. El 23 de octubre, los tunecinos acudieron en masa a las urnas en las primeras elecciones que se celebraban en el mundo árabe desde que hubieran comenzado las agitaciones. No solo se dijo que habían sido impecablemente organizadas, libres y justas, sino que la participación ‒tal y como divulgaban las noticias de todo el mundo‒ se describía como masiva. En cuanto a los resultados, incluso aunque algunos sospecharan que el partido ganador tuviera intenciones no democráticas, se representaron como evidencia de que los tunecinos habían dado la espalda a la política autoritaria del pasado para abrazar el pluralismo más amplio posible.
Esta versión de las elecciones y del advenimiento de la democracia en Túnez es la que presentaron de manera casi unánime durante las semanas que precedieron y siguieron a las elecciones los periodistas y expertos occidentales, los observadores internacionales y también la Comisión Electoral de Túnez, sus autoridades provisionales y sus partidos políticos –todos ellos aunaron esfuerzos para presentar el primer hito democrático de la Primavera Árabe de la manera más favorable posible. Sin embargo, si apartamos a un lado algo del bombo y platillo, la realidad es inevitablemente algo menos brillante. No es difícil comprender que con el malestar social que todavía bullía bajo la superficie y la mirada atenta del mundo entero, la presión tanto interna como externa para evaluar las elecciones como un auténtico éxito fuera inmensa. Después de todo, cualquier valoración por debajo de esta hubiera tenido circunstancias funestas.
Sin embargo, aunque efectivamente la existencia de la nueva asamblea y la celebración de unas elecciones en general satisfactorias representan pasos adelante en el camino que aleja a Túnez de la dictadura, no constituyen enteramente la historia de éxito que se nos ha vendido. Tampoco son ninguna garantía de que el país vaya a tener un futuro democrático. A riesgo de parecer un aguafiestas, merece la pena mantener una distancia crítica y recordar tres ideas sobre las transiciones desde el autoritarismo que han resultado ser equivocadas una y otra vez. La primera consiste en creer en la importancia decisiva de las elecciones y de las instituciones electas. Las expectativas con respecto a lo que unas elecciones transparentes pueden hacer por un país en circunstancias como las de Túnez son inalcanzablemente elevadas. Unas elecciones por sí mismas no son democracia, independientemente de lo libres o justas que sean, y tampoco garantizan un gobierno democrático o rendición de cuentas.
unque sí son un paso importante. Parafraseando a Churchill, estas elecciones no se deben ver como el final de la transición en Túnez, ni siquiera como el principio de su fin. Sin embargo, sí podrían constituir el fin del principio de esta transición: una prueba importante superada con éxito antes de que el verdadero proceso político se ponga en marcha. La segunda idea equivocada es que una transición desde el autoritarismo es una transición hacia la democracia. Las etiquetas “transición democrática” y “democratización” se han aplicado desde hace mucho tiempo a países donde prácticamente no ha habido democratización –Marruecos, Argelia y el Túnez de Ben Ali son todos ejemplos de esto. Incorporar al sistema algunas de las características de la democracia no hace una democracia. En el caso del revolucionario Túnez, la democracia sigue siendo hasta ahora un objetivo que se encuentra al final de lo que va a ser un proceso prolongado e impredecible. La tercera idea equivocada es que, a pesar de que las aspiraciones de la Revolución propiamente dicha puedan ser democráticas, igual que las intenciones de los nuevos representantes electos, esto no es suficiente. La oportunidad de que se dé un proceso de democratización en Túnez no depende solamente de intenciones y actitudes. También se verá influida en gran medida por condiciones y legados económicos, sociales, institucionales e internacionales. En este sentido, las personas que hayan sido elegidas y sus programas políticos, a pesar de ser sin duda importantes, constituyen solamente una parte de un panorama mucho más amplio.
Con esto en mente, pasamos ahora a la transición política que está en marcha en Túnez y al papel esencial que han jugado estas elecciones que, a pesar de todo, son históricas, y por supuesto el papel que jugará la Asamblea Constituyente resultante de las mismas.
Establecimiento de una hoja de ruta para la transición
Aunque la existencia de la nueva asamblea y la celebración de unas elecciones representan pasos adelante en el camino que aleja a Túnez de la dictadura, no constituyen enteramente la historia de éxito que se nos ha vendido
La transición de Túnez comenzó en el momento en que el antiguo presidente Zin el-Abidín Ben Ali huyó el 14 de enero en medio de un levantamiento popular masivo. Pero, por supuesto, su huida no supuso el albor de un nuevo sistema político. Durante un periodo de meses reinaron la incertidumbre y la falta de dirección política. Dos de los incondicionales del antiguo régimen, Fuad Mebazaa, presidente de la Cámara de Diputados, que fue nombrado presidente provisional en virtud de la constitución, y Mohammed Ghannouchi, que se mantuvo como primer ministro, intentaron demostrar que las instituciones del Estado podían seguir funcionando a pesar de la agitación de las calles. Hay que reconocer que, en esto, tanto ellos como sus sucesores tuvieron éxito en general. Sin embargo, la legitimidad de derecho no es lo mismo que la legitimidad popular, y es esta última cuestión la que ha dado forma a la transición de Túnez hasta ahora. La prioridad de Mebazaa y Ghannouchi de garantizar un gobierno estable, competente y por lo menos constitucionalmente legítimo hasta que se pudieran celebrar elecciones, solo encontró la desaprobación popular. Entre protestas continuadas e inseguridad se tardó dos meses en nombrar un nuevo primer ministro y un gobierno en el que no figuraran miembros del antiguo régimen de Ben Ali, en disolver el antiguo partido gobernante y en desarticular la policía política de Ben Ali y su aparato de seguridad nacional. Por supuesto, una cosa es echar a un dictador y a sus compinches y otra muy diferente es transformar el régimen autoritario de Túnez, mucho más longevo y mejor establecido que el propio Ben Ali.
Mucho antes de que se generara consenso en torno a qué tipo de elecciones debía celebrarse y cuándo, se decidió casi inmediatamente establecer tres comisiones para hacer un seguimiento de las demandas de la revolución: una para investigar los abusos cometidos durante el levantamiento, otra para investigar la corrupción y una tercera para proponer reformas políticas. Es esta última, la Alta Instancia para la Consecución de los Objetivos de la Revolución, la Reforma Política y una Transición Democrática, la que ha jugado un papel determinante junto con el gobierno provisional liderado por el primer ministro Beyi Caid Essebsi en establecer el rumbo político que ha tomado el país desde entonces y a lo largo de 2011. Sin embargo, sus esfuerzos no han estado libres de polémicas y críticas. Después de todo, ambos sufrían de una grave desventaja: la falta de legitimidad popular. Conscientes de esto, finalmente se acordó una hoja de ruta de la transición en marzo que establecía las elecciones como solución obvia, pero no las elecciones presidenciales que exigía la constitución de Ben Ali. En cambio, las instituciones provisionales optaron por una asamblea constituyente, que asumió el nombramiento de un nuevo presidente provisional, el papel de asamblea legislativa provisional y ‒lo más importante‒ la redacción de una nueva constitución. Una vez ratificada la constitución, los tunecinos acudirán a las urnas una vez más para elegir una nueva asamblea legislativa y un nuevo presidente.
Preparación de las elecciones
Resultó alentador que el gobierno de Caid Essebsi declarara que no participaría en la organización de las elecciones y que ninguno de sus miembros se presentaría como candidato. La Alta Instancia mientras tanto se movilizó con rapidez para preparar el marco legal de las elecciones y crear la primera comisión independiente del país, encargada de gestionarlas. Dirigida por Kamel Jendoubi, un activista a favor de los derechos humanos que se vio abocado al exilio a mediados de los noventa, la Alta Autoridad Electoral Independiente (ISIE) se manifestó explícitamente, presionando para conseguir las condiciones más democráticas posible. Fue debido a su insistencia por lo que no se consideró aceptable celebrar las elecciones el 24 de julio como se había programado, de manera que fueron pospuestas hasta el 23 de octubre.
En el caso del revolucionario Túnez, la democracia sigue siendo hasta ahora un objetivo que se encuentra al final de lo que va a ser un proceso prolongado e impredecible
Las decisiones más importantes que se tomaron con respecto a estas elecciones reflejan, como es normal, un deseo de romper definitivamente con la farsa que fueron las elecciones durante la era de Ben Ali. En esto fue esencial el sistema electoral. En estas elecciones se utilizó un sistema de representación proporcional por listas cerradas a una sola vuelta y con adjudicación de los escaños por el método de restos mayores. Era obvio que detrás de esta opción se encontraba el deseo de alejarse lo máximo posible del sistema de listas del pasado que favorecía que la mayoría se lo llevara todo y gracias al cual el RCD (o sus encarnaciones desturianas anteriores) ganaba siempre todos los escaños de todas las circunscripciones. La prioridad después de la revolución consistía en garantizar que sucediera lo contrario: que no dominara ningún partido único y que no quedara excluida de la redacción de la nueva constitución ninguna tendencia política importante. Esto tiene sentido. Si la nueva constitución tiene que ser el resultado del consenso político, la Asamblea debe ser lo más plural posible.
Otra ruptura con el pasado fue la decisión del gobierno provisional de liberalizar los procedimientos para formar partidos políticos. Esto generó una explosión de pluralismo que, llegada la fecha de las elecciones, había dado existencia legal a más de 115 partidos políticos. Sin embargo, aunque las autoridades se aseguraron de que el mayor número posible de tendencias políticas pudieran participar en estas elecciones, también tomaron medidas para excluir a otras, en concreto a aproximadamente 14.000-18.000 tunecinos relacionados con el antiguo régimen (la lista exacta de nombres existe, pero es confidencial). Esto incluye a todos los miembros de los sucesivos gobiernos de Ben Ali, altos cargos del RCD a nivel nacional y local, y todos aquellos que formaron parte de la llamada lista de Mounachidine –aquellos que públicamente pidieron que Ben Ali se presentara a la reelección en 2014.
¿Entusiasmo electoral?
La legitimidad de derecho no es lo mismo que la legitimidad popular, y es esta última cuestión la que ha dado forma a la transición de Túnez hasta ahora
Tras aguantar con impaciencia los nueve largos meses de incertidumbre y limbo político y constitucional, el 23 de octubre los tunecinos finalmente tuvieron la oportunidad de participar personalmente una vez más en la revolución política de su país. Dadas las circunstancias, no hubiera sido extraño esperar una oleada de entusiasmo y excitación nacional. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Hasta pocos días antes de las elecciones, la campaña era deslucida y aburrida, la atención de los medios era limitada y el interés público modesto en el mejor de los casos. Y aunque el panorama fue mejorando ligeramente en los últimos días, incluso una semana antes de las elecciones hubiera sido fácil no reparar en que había una campaña en marcha. No había publicidad electoral en las calles, exceptuando algún que otro muro autorizado en los que los partidos podían pegar dos carteles de campaña pequeños (y no todos los partidos lo hacían); los titulares de los periódicos se ocupaban de cualquier cosa que no fuera las elecciones; incluso en radio y televisión no había anuncios electorales, exceptuando la insoportable maratón de cada noche en la que cada lista contaba con un espacio de 3 minutos. A pesar de que esto pueda explicarse en parte por la estricta legislación de campaña (estaba prohibida la propaganda de los partidos en las calles de la ciudad, los medios de comunicación debían evitar a toda costa una cobertura parcial, y los anuncios de radio y televisión estaban terminantemente prohibidos), la legislación no explica por qué muchas concentraciones y mítines electorales estaban medio vacíos. Desde luego, el problema más serio en estas elecciones era la actitud del público tunecino, que se mostraba relativamente desinteresado y desilusionado.
Una cosa es echar a un dictador y otra muy diferente es transformar el régimen autoritario de Túnez, mucho más longevo y mejor establecido que el propio Ben Ali
Aunque los informes de una masiva participación el día de los comicios parecieran contradecir este argumento, estos informes se exageraron, tal y como veremos. De hecho, antes de las elecciones estaba claro que el interés público era mucho menor al que se podría haber esperado. Aparte de la deslucida campaña, esto puede atribuirse a dos factores: escepticismo con respecto al rumbo de la revolución y confusión y desencanto con respecto a las opciones políticas disponibles.
Dirigida por un activista de los derechos humanos abocado al exilio a mediados de los 90, la Alta Autoridad Electoral Independiente se manifestó explícitamente, presionando para conseguir las condiciones más democráticas posibles
En primer lugar, después de la explosión emocional y las elevadas expectativas generadas en enero, el tener que aguantar nueve meses en el limbo antes de poder votar hizo añicos las ilusiones de muchos tunecinos. Muchos de los que tomaron parte en el levantamiento piensan con preocupación que el factor tiempo se opone a los objetivos de la revolución porque da a los miembros del RCD la ocasión de reagruparse, y que la falta de progreso esconde la determinación de obstaculizar la revolución. Huelga decir que los tunecinos que no apoyaron la revolución (y que constituyen una proporción significativa de la población que muchos analistas cometen un error al olvidar) se mostraron poco interesados en unas elecciones de las que se sentían excluidos, directa o indirectamente. El signo más claro de este desinterés se dio a principios de verano al fracasar la campaña de la ISIE de inscripción en el censo electoral. La cantidad de tunecinos adultos que se inscribieron para votar a duras penas supuso una mayoría (54%), a pesar de que la campaña educativa y publicitaria fue intensa y de que se amplió el periodo de inscripción. Dado este desastre, la ISIE finalmente tuvo que permitir a todos los adultos votar, independientemente de que estuvieran inscritos o no.
Las autoridades tomaron medidas para excluir de las elecciones a aproximadamente 14.000-18.000 tunecinos relacionados con el antiguo régimen
El segundo motivo de la desilusión pública era la confusión que generaba la masiva cantidad de partidos y listas disponibles. En total se validaron 1.570 para competir en estas elecciones con más de 11.000 candidatos compitiendo por tan sólo 217 escaños (más de 45 listas por circunscripción y más de 50 candidatos por escaño). Este número tan exagerado fue la consecuencia de una ley electoral que requiere que cada candidato sea miembro de una lista con el mismo número de candidatos como escaños en juego en su circunscripción. Como resultado, en algunas circunscripciones, como Ariana, los votantes tenían que elegir de entre nada más y nada menos que 95 listas. Irónicamente, a pesar de este florecimiento de partidos y listas, muchos tunecinos se sienten confusos y sin líder. Sin embargo, esto no debería interpretarse como ignorancia o falta de madurez política. Por el contrario, los tunecinos perciben con claridad que aunque algunos de los nuevos partidos son genuinos, la mayoría están formados a partir de pequeñas asociaciones, grupos que apoyan una única causa u oportunistas que quieren defender sus propios intereses. Muchos tunecinos desconfían de esto, y desconfían aún más de aquellos antiguos partidos que se considera que tuvieron una relación ambigua con Ben Ali, como el PDP o Ettajdid, a pesar de que los medios suelan dedicarles atención de manera favorable. Huelga decir que también existe desconfianza entre algunos sectores de la sociedad hacia al-Nahda. Sin embargo, lo más preocupante es la desconfianza general que sienten muchos jóvenes tunecinos ‒y hay que recordar que aproximadamente la mitad de la población tiene menos de 30 años‒ hacia los políticos de cualquier tendencia, a quienes consideran oportunistas y poco representativos.
Aclamación de las elecciones
En los días que las sucedieron, las elecciones fueron aclamadas como un éxito tremendo por sus organizadores, los observadores internacionales, los periodistas nacionales y extranjeros y por la gran mayoría de expertos. Tras el fracaso de la inscripción en el censo y la deslucida campaña, había habido dudas con respecto a los resultados. También hubo miedo de que la violencia de la vecina Libia salpicara el país. Durante el día de las elecciones, estas dudas se disiparon. Los incidentes fueron mínimos y los votantes se comportaron con paciencia y disciplina, además de con emoción por la naturaleza histórica de la ocasión. No hubo ni siquiera un caso de fraude, de acuerdo con el presidente de la ISIE. Los informes hablaban de una participación masiva en todo el país. Los programas de televisión mostraban a votantes molestos al no poder acceder a los colegios electorales cuando estos cerraron sus puertas rigurosamente a las 19h. Sin embargo, esto no es para nada toda la verdad. A pesar de que la organización de las elecciones fuese en general un éxito, exceptuando quizás los retrasos en el recuento y en el anuncio de los resultados ‒fallos que pueden atribuirse a la falta de experiencia y a la intención de hacer las cosas bien‒ hay varios elementos de este retrato que no son del todo verídicos.
El 23 de octubre los tunecinos finalmente tuvieron la oportunidad de participar personalmente una vez más en la revolución política de su país
En realidad, la participación fue bastante desigual. La participación extranjera alcanzó el 29,8%, muy por debajo de las elevadas cifras anunciadas por la ISIE. En el territorio nacional, los colegios electorales se dividían en dos categorías: unos para los votantes inscritos en el censo y otros para el resto de los ciudadanos. En los primeros, es verdad que la participación fue muy alta, un 86,1%. Sin embargo, hay que recordar que la propia campaña de inscripción fue un fracaso tremendo y solo consiguió (a duras penas) que se inscribieran un 54% de los ciudadanos adultos, una mayoría muy escasa. En cuanto al 46% de los ciudadanos que no se inscribieron, sus colegios electorales se encontraban desiertos, solo se registró una participación del 16,2%. En total, sumando votantes internacionales y nacionales, la tasa final de participación fue un mínimamente aceptable 52%, muy por debajo del 80% del que se habían jactado los organizadores de las elecciones. Solo nueve meses después de una supuesta revolución popular, esta no es una cifra de la que puedan enorgullecerse los nuevos políticos tunecinos, y claramente sigue siendo necesario encontrar la manera de conceder el voto a una cantidad mucho más grande de la población.
Tampoco sería ajustado decir que no hubo ningún caso de fraude. Después de las elecciones, el Sr. Jendoubi hizo gala de una interesante capacidad para jugar con la semántica al negar el fraude y al mismo tiempo admitir una serie de irregularidades e infracciones. Esto es aún más llamativo si se tiene en cuenta que la ISIE descalificó siete listas del partido al-Aridha al-Chaabia, (una por incluir a un político del prohibido RCD y las otras seis por financiación ilegal) –un indudable signo de fraude. Finalmente, la decisión de la ISIE en cuanto al último caso sería invalidada por el Tribunal Administrativo de Túnez, por falta de pruebas y por referirse a la financiación fuera del periodo específico de campaña. Sin embargo, tal y como señaló el Carter Center, el fallo principal de la ISIE fue uno de índole ética: no haber aplicado sus reglamentos de manera sistemática a todos los partidos políticos y haber caído en la trampa de dar una impresión discriminatoria. Esto no sería importante si no fuera por el hecho de que tras las elecciones surgieron multitud de acusaciones sobre otros partidos, principalmente al-Nahda, que se habrían beneficiado de financiación ilegal pero nunca fueron sometidos al mismo tipo de investigación. Además, tal y como han intentado hacer público sin mucho éxito la Liga Tunecina para la Defensa de los Derechos Humanos (LTDH) y numerosos grupos más pequeños de la sociedad civil, estas elecciones se vieron afectadas por múltiples irregularidades, y el uso desenfrenado de dinero y otros bienes para comprar votos y el uso de las mezquitas y la religión para hacer campaña se encuentran entre las más graves. A pesar de que esto no haya tenido un efecto decisivo sobre los resultados, por el bien de la democratización de Túnez, no se debería hacer la vista gorda.
Irónicamente, a pesar del florecimiento de partidos y listas, muchos tunecinos se sienten confusos y sin líder
Desde luego, el fallo principal de estas elecciones es el bombo y platillo que se les ha dado. Mientras el sistema político estaba en el limbo y el descontento social que había causado la revolución seguía bullendo bajo la superficie, la presión internacional para proclamar que estas elecciones habían sido un éxito desde luego era inmensa. El mundo árabe observaba de cerca, igual que lo hacían los donantes occidentales que subvencionaban la transición, de manera que la presión internacional también era fuerte. De cualquier modo, después de medio siglo de mentiras sobre sus elecciones, los tunecinos no necesitan más versiones maquilladas. Tampoco está claro que el apagón al que sometieron los medios de comunicación a los pequeños grupos de la sociedad civil que trataron de denunciar el fraude electoral, la sospecha de que hubiera discriminación en la persecución de las infracciones, o los intentos de dar cifras de participación por encima de las reales, vayan a beneficiar la transición de Túnez a largo plazo. Si el objetivo de la revolución consiste en instaurar una verdadera democracia electoral en Túnez, es de vital importancia que la confianza pública en el sistema sea absoluta.
Ganadores y perdedores
Los resultados finales de estas elecciones dieron al Movimiento al-Nahda 89 de los 217 escaños, cifra que más que triplica el número de escaños conseguidos por el segundo partido más votado, el Congreso para el Partido de la República, que obtuvo 29 escaños. En tercer lugar, el Partido de la Petición Popular obtuvo 26 escaños, seguido de Ettakatol con 20, el Partido Democrático Progresista que obtuvo 16, el Polo Democrático Moderno que consiguió 5 y Moubadara que sacó 5. En total, con 18 partidos con representación, 8 listas independientes y 1 coalición de partidos, el sistema proporcional garantizó que la Asamblea Constituyente fuera un verdadero arco iris de puntos de vista políticos. Sin embargo, también sufría de una seria desventaja. Solo un 68% de los votos emitidos fueron productivos en la práctica ‒es decir, que contribuyeron a las listas ganadoras‒ mientras que el restante 32% (casi 1,3 millones de un total de 4 millones de votos válidos) en la práctica fueron votos perdidos. Este problema posiblemente sea temporal: estas elecciones habrán servido como filtro y la gran mayoría de los partidos pequeños ahora se fusionarán o desaparecerán. Resulta asombroso que, dado lo complicada que era la papeleta y la alta tasa de analfabetismo, el índice de votos nulos fuera extremadamente bajo, solo un 3,6%, lo que quiere decir que la energética campaña educativa de la ISIE claramente había dado fruto.
Hay tres resultados en concreto a los que merece la pena prestar atención: el éxito de al-Nahda, el sorprendente resultado del Partido de la Petición Popular y el resultado relativamente decepcionante de la izquierda laica. Sin embargo, es importante recordar que aunque se estuviera eligiendo una Asamblea Constituyente ‒cuya tarea principal consiste en redactar una nueva constitución‒ en realidad las elecciones tenían poco que ver con una constitución. Prácticamente ninguno de los partidos o de las listas que se presentaron centró su campaña en la constitución. Por el contrario, las claves de esta campaña fueron el empleo, cuestiones económicas, el sistema de protección pública y algunas cuestiones políticas de identidad.
Cumpliendo las predicciones más extendidas, al-Nahda fue el gran ganador de las elecciones, consiguiendo una mayoría de votos en casi cada circunscripción tanto dentro como fuera del país. No solo es el partido islamista más fuerte de Túnez, sino que también parece que su fuerza es mucho más profunda y más uniforme y traspasa las divisiones regionales de Túnez (norte-sur, litoral-interior, zonas urbanas-rurales) alcanzando a toda la población. Hay muchos factores que explican los buenos resultados conseguidos por al-Nahda. El más importante es que el partido estuvo mejor organizado y visiblemente mejor financiado que cualquier otro. Fue muy proactivo a la hora de buscar votos, sacando partido de las redes comunitarias para promocionar el partido y conseguir votantes. En el día de los comicios, al-Nahda contaba con más observadores en los colegios electorales y había organizado el transporte de al menos una parte de sus electores. Por supuesto, parte del éxito del movimiento es resultado de su elemento religioso, pero también es cierto que al-Nahda contaba con un atractivo popular importante. A pesar de que algunos de los votantes de al-Nahda expliquen su elección en términos religiosos, para muchos tunecinos es el partido que mejor defiende los ideales de la revolución (por lo menos algunos de ellos). Así, aunque el movimiento no jugara ningún papel en el levantamiento de enero, muchos tunecinos ‒religiosos o laicos‒ alaban la incesante oposición del partido a Ben Ali y esperan que sus principios religiosos se traduzcan en honestidad y ayuden al país a orientarse moralmente después de años de corrupción y abusos.
La tasa final de participación fue un mínimamente aceptable 52%, muy por debajo del 80% del que se habían jactado los organizadores de las elecciones
El bombazo de estas elecciones fue al-Aridha al-Chaabia (La Petición Popular), un partido que parecía haber surgido de la nada y que en un primer momento consiguió 28 escaños, que después pasaron a ser 19 después de que 6 de sus listas fueran descalificadas por la ISIE, y finalmente 26 cuando un tribunal tunecino invalidó la mayor parte del veredicto de la ISIE. El éxito de La Petición fue polémico por tres razones como mínimo. En primer lugar, porque hasta que se hicieron públicos los resultados, el partido había sido ignorado completamente y no había aparecido en los medios ni en ningún sondeo de opinión. En segundo lugar, el partido constituía el mayor ejemplo de la intrusión de grandes poderes financieros en la campaña. La Petición, fundado y financiado personalmente por un potentado mediático tunecino afincado en Londres, Mohammed Hachmi Haamdi, difundió su campaña a través del canal satélite de televisión propiedad de éste, Al-Mustaqilla, con base en Londres y por lo tanto no sometido a la jurisdicción de la ISIE. Sin embargo, la gran polémica la suscitó la relación de Haamdi tanto con al-Nahda como con Ben Ali. Haamdi fue por un lado líder estudiantil en el partido precursor de al-Nahda, el Movimiento de Tendencia Islámica (MTI) y más tarde en Londres en los años 90 forjó una estrecha relación con Rashid Ghannouchi, exiliado también y entonces líder de MTI y de al-Nahda en la actualidad. Esta relación terminó de una manera misteriosa y dramática. Por otro lado, aunque Al-Mustaqilla fuera en sus orígenes una plataforma para los oponentes al régimen, Haamdi pasó después a alinear su canal de televisión con los defensores de Ben Ali. Es esta última relación la que dispara más alarmas. Se dijo que el partido contaba con el apoyo de elementos del anterior partido en el poder, el RCD. La invalidación por parte de la ISIE de una lista por incluir a un miembro del RCD y de cinco por financiación irregular inespecífica añadió leña al fuego, incluso aunque este último veredicto fuese anulado después. En cualquier caso, el éxito del partido no debería menospreciarse con tanta rapidez como lo han hecho la mayoría de los periodistas y la élite urbana tunecina. Consiguió sus mejores resultados en las regiones sin desarrollo económico del interior y del sur, principalmente en Sidi Bouzid ‒el lugar de nacimiento de Haamdi, que es donde se inició el levantamiento contra Ben Ali‒ y su éxito le debe mucho a la profunda división socioeconómica que existe entre el litoral urbano de clase media y las regiones rurales subdesarrolladas del sur y del interior que a día de hoy se sienten menos representadas que nunca.
Después de medio siglo de mentiras sobre sus elecciones, los tunecinos no necesitan más versiones maquilladas
Los modestos resultados de lo que podría denominarse en términos generales “partidos de izquierdas” fueron recibidos por muchos de sus miembros, así como por algunos observadores, como un auténtico fracaso. Después de todo, la revolución se suponía que era la victoria de los oponentes históricos a la dictadura, de los activistas de la sociedad civil, de los militantes a favor de los derechos humanos y de las feministas que habían sufrido la persecución, y se esperaba que una población en deuda expresara su gratitud confiándoles las riendas del país. Sin embargo, lo que sucedió fue que la mayor parte de la población dio la espalda a los miembros principales de la izquierda progresista. No obstante, describir los resultados como un fracaso de todos los partidos de izquierdas, modernistas o laicos ‒las distintas descripciones que se les aplican‒ no sería del todo cierto. De hecho, entre estos partidos había dos grupos claramente diferenciados que obtuvieron un apoyo muy diferente: en primer lugar aquellos que se oponían a al-Nahda y en segundo lugar aquellos que decían poder colaborar con al-Nahda. En el primer grupo, dos partidos aparentemente destacados basaron sus campañas en una oposición inflexible a al-Nahda, y pagaron las consecuencias: el Partido Democrático Progresista (PDP) y Ettajdid (líder del Polo Democrático Moderno) solo obtuvieron el 2,7% y el 1,2% de los votos respectivamente. Esto fue todavía más sorprendente porque el PDP se había considerado el principal rival de al-Nahda y había lanzado una campaña enérgica y bien financiada, centrándose sobre todo en el alarmismo con respecto a los islamistas. En el segundo grupo ‒dispuestos a colaborar con al-Nahda‒ se encontraban otros dos partidos bien considerados, el Congreso para la República (CPR) de Moncef Marzouki y Ettakatol de Mustafá Ben Yaafar. A pesar de que fuera el deseo de poder lo que les inspirara su decisión de cooperar, principalmente se trataba de reconocer las prioridades del electorado, que consistían en romper con el pasado autoritario y solucionar los problemas socioeconómicos del país, y no la discordia política y las luchas internas. En cualquier caso, este resultado probablemente no represente el toque de difuntos para la larga tradición política laica y de izquierdas de Túnez. Hay que recordar que gran parte del 32% de votos desperdiciados se emitieron a favor de grupos más pequeños y de espíritu progresista que es difícil que sobrevivan a estas elecciones. Según vayan desapareciendo o fusionándose los partidos más pequeños, es probable que a largo plazo la izquierda forme grupos mucho más fuertes y cohesionados, que seguramente tendrán más capacidad de éxito electoral.
Prácticamente ninguno de los partidos que se presentaron centró su campaña en la constitución. Las claves de esta campaña fueron cuestiones económicas
La Asamblea Constituyente y el camino por delante
La joven Asamblea Constituyente tiene tres responsabilidades principales: designar un presidente y un gobierno provisionales que se hagan cargo de los asuntos de gobierno hasta el final del periodo de transición, implementar legislación provisional y, por encima de todo, debatir y redactar una nueva constitución.
En el día de los comicios, al-Nahda contaba con más observadores en los colegios electorales y había organizado el transporte de al menos una parte de sus electores
Los excelentes resultados de al-Nahda le garantizaban un papel preponderante en la Asamblea independientemente de la coalición que se formara, pero no un mandato político. Por este motivo, la necesidad de que forme una coalición con otros partidos no es meramente de índole matemática, sino también política. El mandato más claro de la Asamblea Constituyente ‒la redacción de una nueva constitución‒ representa la principal posibilidad del país de reconciliar diferencias. Solo por este motivo, el consenso debe ser el principio rector. Parecería que la base de este consenso se hubiera encontrado en el acuerdo alcanzado tras tres semanas de negociaciones entre al-Nahda, el CPR y Ettakatol. Según este acuerdo, durante el año en el que la Asamblea se reúna, el poder tendrá que ser compartido entre tres autoridades que, en orden de importancia son: el primer ministro (Hammadi Yebali, de al-Nahda) a la cabeza de un gobierno provisional, el presidente provisional (Moncef Marzouki, del CPR) que representará a Túnez a nivel nacional e internacional, y el presidente de la Asamblea (Mustafá Ben Yaafar, de Ettakatol) que liderará el proceso constitucional y se asegurará de que exista coordinación entre los distintos partidos. Con aproximadamente un 64% de los escaños de la Asamblea, esta coalición debería ser lo suficientemente estable como para generar un consenso centrista tanto para la constitución como para el gobierno. Sin embargo, incluso dentro de esta alianza existen divergencias significativas con respecto al modo de proceder en lo que se refiere a la constitución y a los mecanismos que se utilizarán para su diseño, o el tipo de políticas que debería aplicar el gobierno provisional. Uno de los conflictos más importantes, todavía por resolver, tiene que ver con las normas internas de la Asamblea, la mayoría necesaria para aprobar una ley y, especialmente, para aprobar un artículo de la nueva constitución. Todavía está por ver también si la nueva Carta Magna será debatida artículo por artículo o si la coalición impondrá su propia versión de un borrador sobre el resto de la Cámara. Por supuesto que también hay cuestiones relacionadas con la confianza y la ideología; por ejemplo, la actitud de Ettakatol hacia al-Nahda es combativa y recelosa. El proceso de reconciliación de estas diferencias no será fácil, pero la política nunca lo es en ningún lugar. Lo importante es que ahora, por primera vez en su historia, los tunecinos tienen la oportunidad de participar en una política real y de dar forma a su propio futuro político. A pesar de que la democracia por ahora siga siendo un objetivo y no una realidad, la transición política del país, por fin, está en marcha. •