A Tunisian girl. Reflexiones de una bloguera
La noche de ayer, lunes 28 de noviembre, la dediqué a hacer dos tareas que me urgían. La primera era la finalización de la puesta en marcha de un nuevo grupo que mis amigos blogueros y yo creamos para intentar poner algo de orden y más ética en este mundo del ciberespacio activista tunecino, convertido desde hace algún tiempo en una auténtica cueva de Alí Baba, llena de cualquier cosa y no sólo de tesoros. La segunda tarea tenía que ver con finalizar este artículo.
Pero los acontecimientos lo quisieron de otro modo. Un SMS recibido en mi móvil me avisaba de que el decano y algunos de sus colegas profesores y trabajadores de la Facultad de Letras, Artes y Humanidades de la Universidad de la Manouba, en una zona periférica del oeste de la capital, estaban “secuestrados” (o más bien retenidos sin poder abandonar sus despachos) por un grupo de salafistas. Estaba claro que tenía que darme prisa en llegar allí. Unos 50 kilómetros de carretera me separaban del lugar. Muchos otros me habían precedido o llegarían después. Muchas mujeres. Profesores, abogados, activistas de los derechos humanos, estudiantes, periodistas y algunos blogueros. Jóvenes y menos jóvenes. La movilización, gracias a Facebook y los SMS, pero también a través de algunos comunicados en las radios locales, fue sensacional.
En el lugar había un grupo de salafistas, en su mayoría con barbas y vistiendo el yilbab saudí o afgano, mientras que otros exhibían ostentosamente chalecos o gorras de segunda mano del ejército de los Estados Unidos. El pasillo que ocupaban estaba sembrado de colchones, mantas y un montón de comida: bocadillos, leche, agua mineral, zumos y galletas. Obviamente, estos señores querían que todos supieran que estaban ahí para quedarse durante mucho tiempo. En el piso superior, el decano conversaba sin cesar con un montón de personas: responsables sindicales, representantes de estudiantes y otras personas llegadas al rescate para expresar su indignación y su apoyo. El ambiente era eléctrico: ambas partes oscilaban entre el diálogo y las amenazas, el riesgo de riñas y la confrontación abierta, los cánticos patrióticos de unos y las consignas con connotaciones religiosas de otros, pero todo acompañado igualmente de interminables monólogos.
En el grupo de los salafistas no todos eran estudiantes. Mi padre creyó reconocer a un alborotador que ya había participado en el ataque en junio contra el teatro Afric’Art, y un compañero me señaló a alguien a quien había reconocido como un superviviente de un grupo salafista armado conocido como ‘Grupo de Suleimán’, desmantelado en 2005 y más tarde excarcelado gracias a los mártires de la revolución. Del grupo sobresalía también un coloso que intentaba demostrar ostentosamente su posición de cabecilla del grupo encaramado en un sillón ‒pagado con el dinero de los contribuyentes‒ que amenazaba con romper en mil pedazos. Una amiga me indicó que él mismo se había presentado como carnicero de profesión y que había participado en todos los eventos salafistas en la capital y también en Susa y Kairuán. Mi primer contacto con el grupo fue difícil. Uno de ellos, habiéndome reconocido, se lanzó hacia mí, presentándome a los demás a gritos con una sarta de insultos. Menos mal que mis compañeros estaban ahí para protegerme y también calmar su comportamiento manifiestamente hostil. Más tarde me divertí mucho compitiendo con otro salafista, que jugaba a ser reportero, para ver quién le hacía más fotos al otro.
En estos últimos meses me he cruzado con muchos de estos barbudos en chilaba –con zapatillas de deporte importadas– especialmente en Facebook, donde constantemente tratan de asustarme con amenazas
En estos últimos meses me he cruzado con muchos de estos barbudos en chilaba –con zapatillas de deporte importadas‒, especialmente en Facebook, donde constantemente tratan de asustarme con amenazas, incluso de muerte, pero también en algunos episodios en los que nuestra sociedad civil intentaba defenderse. Entre ellos cabe destacar la manifestación a favor de la igualdad entre hombres y mujeres organizada por las Mujeres Demócratas y la manifestación a favor de la laicidad (ambas organizadas en los meses de febrero y marzo), así como todas las demás sentadas y concentraciones reivindicando la igualdad de sexos y de oportunidades, la igualdad social entre regiones o las libertades individuales y colectivas, la mayoría de ellas realizadas en el marco de la campaña electoral para la Asamblea Constituyente (septiembre-octubre) y como reacción a sucesos o declaraciones percibidos como amenazas a nuestros derechos. Pero era la primera vez en la que estaba en contacto directo con algunos de ellos.
En los fragmentos de conversaciones que pude mantener con ellos descubrí que se autodenominaban combatientes de Dios y de la fe, y como tales estaban ahí para defender el derecho de sus “hermanas” a llevar el niqab y poder abstenerse de mostrar su rostro incluso el día de los exámenes. También revindicaban un lugar de culto en el recinto de la facultad. Cuando alguien les recordó que existía una hermosa mezquita con su minarete a algunos pasos de allí, respondieron que querían el lugar de culto solamente por el derecho de poder utilizarlo cuando les viniera en gana.
La democracia, el derecho a ser diferente, o la obligación que todos tenemos de aceptar un comportamiento y unas normas de funcionamiento en una institución universitaria no estaban de ninguna manera entre sus preocupaciones. Para ellos, todos somos musulmanes, el islam es uno e indivisible y se creen en la obligación de defender la fe, de hacer valer los preceptos del islam auténtico y de corregir todas las desviaciones. Uno de ellos incluso insinuó que había que separar los sexos en las aulas y en los salones de actos: las profesoras con las estudiantes y los profesores con los estudiantes varones.
¿Y que hay de nosotros? Pues que no somos sino seres extraviados que se han vendido (al impío Occidente, claro está).
En frente, militantes de la Unión General de los Estudiantes de Túnez (UGET), el sindicato de estudiantes a la cabeza de todas las luchas desde los años 60 y especialmente en los sombríos últimos años del régimen de Ben Ali, les recordaban que no estuvieron en las calles en diciembre de 2010 ni enero de 2011, que no habían ofrecido a la Patria ni mártires ni heridos y que luego se habían precipitado para ser los primeros en sacar tajada de una revolución que no les debía absolutamente nada.
Mientras observaba lo que ocurría en mi entorno, lo iba compartiendo a través de mi portátil, mediante fotos y comentarios.
Miembros de la Asamblea Constituyente hicieron un esfuerzo para unirse a nosotros. Reconocí a dos diputados, uno del PDP (el Partido Democrático Progresista, un partido modernista que decepcionó mucho a la gente después del 14 de enero al integrarse en los dos primeros gobiernos provisionales, tan odiados por la calle, y que obtuvo en las elecciones a la Asamblea Constituyente unos resultados raquíticos que no se correspondían ni con su amplia historia militante ni con las expectativas que había generado con su extravagante campaña), y otro del Foro Democrático por el Trabajo y las Libertades (llamado también Ettakatol, un partido de tinte más bien modernista pero que forma parte ‒en el seno de la Asamblea Constituyente‒ de una sorprendente alianza con los otros dos partidos islamistas). Tal vez convenga señalar aquí que este último diputado (militante sindicalista, y por los derechos humanos, que ha pasado por numerosos altibajos, incluyendo una fase de simbiosis con el régimen de Ben Ali, pero sobre todo que fue encarcelado infinidad de veces y mandado al exilio) no ha dejado de sorprendernos y alimentar nuestra curiosidad con sus intervenciones radiofónicas y televisivas, al igual que en los primeros debates de la Asamblea Constituyente que se centraban sobre las libertades, el Estado de derecho y el rechazo a las actitudes ostentosamente hegemónicas del partido al-Nahda.
Se autodenominaban combatientes de Dios y de la fe, y como tales estaban ahí para defender el derecho de sus “hermanas” a llevar el niqab
Nuestra noche terminó en aguas de borrajas. Los salafistas de la sentada, al darse cuenta de que éramos más numerosos y estábamos realmente decididos a impedir que se salieran con la suya, terminaron por dejar de impedir la libertad de circulación de cualquier persona en la facultad. El decano y el sindicato de los profesores, apoyados por los diversos militantes de la sociedad civil presentes y con el apoyo igualmente de los estudiantes del sindicato UGET, movilizados para defender su facultad contra el absurdo, decidieron finalmente marcharse, aun a riesgo de que nuestra partida fuera interpretada por parte de los ocupantes como un abandono de nuestros postulados y por ende una victoria para ellos. Pero antes de hacerlo, el decano tomó la precaución de informar de su decisión a las autoridades competentes (el Ministerio de Educación Superior y el Fiscal General de la República). Estas autoridades ‒hay que precisarlo‒ hicieron oídos sordos y estuvieron totalmente inertes ante la situación.
En el camino de regreso y luego en casa estuve todo el tiempo discutiendo con mi padre sobre la situación que atraviesa nuestro país. Extrañamente, él no se apartó un ápice de su optimismo que siempre me ha impresionado y reconfortado. Por mi parte, me sentía deprimida, poniendo incluso en tela de juicio la esencia misma de nuestra revolución, sus fundamentos y sus derivas y las nuevas luchas que aún deberíamos librar. Papá pensaba que era normal que una revolución que se había hecho de manera casi desorganizada, y en todo caso, sin ninguna estructura o partido dirigente, sin líderes y sin línea directriz que no fuese el fin de la dictadura, pudiese desembocar fácilmente y en un tiempo tan breve en un nuevo régimen democrático.
Por mi parte, no pudiendo aceptar de ningún modo la idea de que una revolución contemporánea pueda ser guiada, presidida, orientada o conducida según una estrategia preestablecida, y feliz de haber visto a nuestro pueblo (al que muchos calificaban como mínimo en estado de letargo) levantarse por doquier como una sola persona, decidido, valiente y eficaz, no conseguía comprender cómo se había consentido que se hicieran con el poder unas fuerzas que no habían participado en los acontecimientos y cuyas prácticas no se corresponden con los ideales de libertad, justicia, igualdad y desarrollo equitativo que tanto habíamos pregonado bajo los gases y los disparos con fuego real.
Papá se empecinaba en explicarme que en un país que ha sufrido tanto la dictadura, la corrupción y la falta de libertad, se necesitaría mucho tiempo para aprender a valorar, analizar y juzgar a las personas y a los partidos de acuerdo con sus programas y su capacidad real para cambiar el actual estado de las cosas.
Yo seguía en mis trece, y no podía tolerar que nuestro pueblo, que había sufrido tanto durante tantas décadas hasta el punto de desacreditarse él mismo, pero que había terminado por ofrecer al nuevo siglo su primera revolución ‒que no ha dejado de propagarse a otros países árabes y más allá como un tsunami devorador de dictaduras‒ se viera abocado a vivir una nueva dictadura, que podría ser aún más devastadora, más implacable y más inhibidora por autoproclamarse la representación exclusiva de la religión y de Dios.
Papá seguía intentando convencerme de que la revolución, nuestra revolución, solo acababa de empezar, y que iríamos entre sucesivos vaivenes hacía una victoria que él mismo vislumbraba a través del establecimiento de un régimen democrático y ello en un horizonte máximo de cinco años. Personalmente, no conseguía encontrar en los acontecimientos actuales más que signos de regreso al antiguo régimen, un régimen que había cambiado el omnipresente color púrpura del dictador Ben Ali por el color de las peores plagas. Solo podía seguir temblando ante los textos hegemónicos y pseudoliberales que al-Nahda y consortes intentan imponer. No podía, ni puedo, sustraerme a la angustia de ver nuevamente algunas regiones de mi país (incluyendo la cuenca minera y la región central, cuna de todas las protestas) hundirse en la anarquía, la confusión y la violencia.
No conseguía comprender cómo se había consentido que se hicieran con el poder unas fuerzas que no habían participado en los acontecimientos
Mi padre se mantenía sereno y me decía que era muy normal que las personas que han sufrido tanto, siendo prácticamente excluidas de cualquier esfuerzo de desarrollo nacional, y que se daban cuenta de repente de que habían sido tan descaradamente marginadas mientras otros disfrutaban de un sinfín de ventajas, al descubrir que eran capaces de debilitar el omnipotente poder central, exijan que se cumplan todas sus reivindicaciones “aquí y ahora”, y no confiando ya en nadie y en ninguna institución, dieran rienda suelta a su ira y no encontraran otra vía de escape que no fuera la destrucción y el vandalismo. Por otra parte, tampoco excluía que otras fuerzas que se aprovecharon del antiguo régimen intentasen ahora escapar a cualquier eventual posibilidad de que su pasado fuera investigado, o recuperar aunque fuera una pequeña porción de su poder y notoriedad, no estuvieran detrás de algunos abusos en el manejo y la divulgación de rumores que estuvieran al origen de la ira colectiva y de su naturaleza destructiva.
Hasta el amanecer seguimos nuestras discusiones. A veces de manera tranquila y sosegada y otras rozando la confrontación, pero sin dejar de sorprenderme al descubrir la infinita intensidad con la cual cada uno de nosotros vivía el presente y daba forma al futuro de nuestro país.
Somos muy diferentes, pero a la vez estamos muy próximos, tan unidos, diría yo. Unidos por nuestro apego a nuestro país y a la dignidad de nuestro pueblo. Tan próximos el uno del otro a pesar de todas nuestras equivocaciones y siempre compartiendo las mismas preocupaciones así como los mismos anhelos, incluso cuando el silencio nos atrapaba en sus redes. Tan diferentes. Él, proclive al optimismo y a positivar siempre las cosas. Tan hábil en pulir las aristas pero también para sacarle punta a la banalidad. Y yo viviendo en constante diligencia, con pasión absoluta, dejándome fácilmente llevar y oscilando entre el rosa y el negro a un ritmo de vértigo.
¿Será fruto de la edad y de lo mucho vivido? Papá me diría que es el fruto de la diferencia generacional. Y yo añadiría probablemente, con una sonrisa casi furtiva, que un ratón de biblioteca no podría jamás igualar la agilidad y la celeridad de una internauta.
Pero, no eran esas nuestras intenciones. ¡Frenemos pues aquí el subjetivismo y el sentimentalismo! Volvamos al texto que prometí a culturas. Espero poder volver rápidamente a mis fichas y a algunos párrafos que esperaban desde hace varios días que volviese a ellos para completarlos.
Un estudio realizado hace varios años, pero cuya censura fue ordenada por el dictador, puso de manifiesto que casi la mitad de los tunecinos tenían problemas psicológicos. Es lo que conseguí leer en el periódico local. Sin querer ni por asomo dudar de la veracidad de las conclusiones de dicho estudio, me he visto tentada a pensar cuáles serían los resultados de un actualización de los datos al día de hoy. Dicho estudio concluía, sin pestañear, que seguramente somos ahora muchos más numerosos, descubriendo de repente, y sin haberlo ni tan siquiera imaginado, que somos libres. Y también una población mucho más numerosa cuando fuimos sumergidos por todos esos partidos (más de un centenar), esas hermandades y grupos iconoclastas (cuyo número es desconocido) y esas listas independientes (más de un millar) que concurrieron para lograr un escaño en la Asamblea Constituyente, y cuando descubrimos en los resultados de las elecciones hasta qué punto aún éramos un país desconcertado por los demonios de la religión.
Túnez terminó por ofrecer al nuevo siglo su primera revolución, que no ha dejado de propagarse a otros países árabes y más allá como un tsunami devorador de dictaduras
Imaginen un país que ha vivido más de medio siglo bajo una dictadura que sólo nosotros percibíamos, un país que no ha conocido verdaderamente el multipartidismo ni la libertad de expresión. A continuación, vean el mismo país ‒tengo ganas de decir abandonado a su suerte‒ frente a su destino, de repente y como por arte de magia, en las calles y en las plazas, en todas partes, en casi todas las ciudades y pueblos, desafiando la represión sangrienta, cantando a la vida bajo las balas asesinas, y que descubre, como en una pesadilla, que es capaz de expulsar al ogro opresor y a sus parásitos. Y luego vean ese mismo país ‒sobre todo su juventud‒ dándose cuenta que el país está sin “dirigentes”, sin proyecto, sin programa y sin autoridad.
Así fue como estábamos a principios de 2011.
Un antiguo régimen por los suelos y decapitado, pero que aún mostraba a pesar de todo signos de resistencia. Unos partidos sorprendidos, atraídos por el poder que aparecía ante ellos, pero como paralizados y no sabiendo qué hacer frente a esa perspectiva que nunca habían ni tan siquiera imaginado alcanzar. Un momento histórico hecho de vacilación, y lleno de anhelos. Muchos de ellos sospechosos, incluso indecentes.
Y una vez más la solución vino no desde donde se esperaba que viniese, de los líderes, de la intelectualidad y de los barones de la política y de la oposición. No, la solución se encontró en la Kasbah (plaza del Gobierno) y en otros lugares similares en Sfax, Sidi Bouzid, etc., ahí donde el pueblo se empecinaba en amontonarse de forma desorganizada para defender su logro: LA REVOLUCIÓN, y consolidar su desenlace.
En efecto, es desde la Kasbah (pero ello no quiere decir que la cuestión no fuera abordada al mismo tiempo en otros lugares) y desde los círculos de discusión que animaban las tardes, a veces lluviosas y frías, desde donde partió la reivindicación de una Asamblea Constituyente. “El pueblo quiere el hundimiento total del régimen”, se empezó a cantar. Luego se empezó a hablar de una segunda república, y de ahí se pasó a afirmar que nuestro país necesitaba pasar página, reconstruirse sobre nuevos cimientos, y luego que necesitábamos un nuevo contrato social, una nueva constitución. Y por consiguiente, nos encontramos inmersos en un zafarrancho total, un ambiente de mercadillo: decenas de partidos, centenares de asociaciones, coloquios, seminarios y talleres de reflexión hasta la saciedad…
No podía, ni puedo, sustraerme a la angustia de ver nuevamente algunas regiones de mi país hundirse en la anarquía, la confusión y la violencia
Al principio todo el mundo estaba ahí, todo el mundo se interesaba. Luego, gradualmente, las salas se vaciaron y el público menguó hasta no superar el número de organizadores y ponentes. Al mismo tiempo tuvimos derecho a instancias híbridas, por no decir adulteradas: el Comité Superior para la Realización de los Objetivos Revolucionarios, la Reforma Política y la Transición Democrática, la Comisión de Investigación de los Hechos (encargada especialmente de investigar la violencia que desembocó en el asesinato de más de 300 mártires), la Comisión Nacional de Investigación sobre las Malversaciones y la Corrupción, flanqueada por otros organismos para la Recuperación de la Propiedad, etc.
Y es verdad, que hablamos también de transición, de marcha hacia la democracia, e incluso de justicia transicional, pero esto se quedó como algo vago, opaco y confuso. Incluso las intervenciones brillantes de personalidades tan importantes como Lech Walesa sirvieron de poco.
Luego vino la campaña electoral. ¡Y fue el diluvio! Expertos y asesores venidos de cualquier parte. Programas de partidos que se resumían en una única palabra: dinero. El dinero que se distribuía o se prometía. Otros programas, otros partidos que mezclaban el cielo con la tierra, que hablaban en nombre de Dios, que prometían el cordero divino para hoy y el paraíso para todos aquellos que les votasen y que trataban de impíos y de traidores a su identidad a todos aquellos que hablaban de modernidad, de un Estado cívico y de libertades fundamentales…
Y una vez emitidos los votos el 23 de octubre, la hora de los resultados llegó: casi el 40% de los escaños de la Asamblea Constituyente para al-Nahda (partido islamista calificado de moderado por la diplomacia del Tío Sam), y más aún si consideramos los escaños conseguidos por sus aliados, para no llamarles vasallos. Y de repente, sólo se habla de poligamia, de niqab, de separación de sexos, de leyes divinas y la remodelación o la reformulación de instancias del poder para adaptarlas a la ubicación de forma duradera de los nuevos electos que se han autoproclamado mayoritarios. ¡Mayoritarios, dicen! He aquí los datos para que puedan juzgar:
- Más del 50% de los electores no votaron.
- Los votos a favor de al-Nahda no alcanzaron el 40% de los votos efectivos.
- La modalidad electoral elegida (modo de escrutinio proporcional al mayor resto) ha contribuido a que más de millón y medio de votos se perdieran y no beneficien a nadie. ¿Y ahora?
Un estudio realizado hace varios años, pero cuya censura fue ordenada por el dictador, puso de manifiesto que casi la mitad de los tunecinos tenían problemas psicológicos
La juventud que tanto contribuyó a hacer posible la revolución, los ciberactivistas, las mujeres trabajadoras, los modernistas de todo tipo, los militantes de los derechos humanos y otros tantos viven con angustia un proceso reaccionario y de restauración de una nueva dictadura, lo que les llevará quizás a adoptar posiciones cada vez más radicales. Los heridos de la revolución, los parados titulados y no titulados que han esperado tanto de la revolución y que ven cómo sus filas no paran de crecer día tras día, caen a la vez en la desesperanza y en la rabia, y a menudo terminan poniendo sus vidas en peligro tratando de alcanzar la otra orilla del Mediterráneo o dando rienda suelta a su ira en sentadas, marchas e incluso en saqueos… La sociedad en general descubre un lenguaje nuevo a base de suficiencia y de imprecaciones, un paisaje urbano que se “talibaniza” y un cuestionamiento sistemático de los cambios sociales, culturales y artísticos que Túnez ha acumulado a través del tiempo. Parece que oscila entre el asombro, la anestesia, la falta de interés, la aceptación de la obra de un destino cuyo control es la principal razón de su revolución.
Al llegar a ese punto de mi texto, me he permitido un descanso para navegar unos minutos y permanecer conectada a los acontecimientos que no cesan de acelerarse. ¡Cuántas cosas bellas y buenas! En Gafsa (capital de la cuenca minera) dos titulados en paro se salvaron por poco de una muerte anunciada. En el sur, unos libios intentaron cruzar la frontera. Su coche estaba lleno de armas pesadas. En Yerba (buque insignia de nuestro turismo) cohetes RPG han sido descubierto en un lugar público. Solicitantes de empleo volvieron a la carga e impidieron el acceso a la zona industrial de Gabes. Un herido por arma de fuego hace un llamamiento diciendo que ya no disponía de medios para conseguir medicinas. El decano de la Facultad de la Manouba empujado y tirado al suelo por salafistas no estudiantes que querían franquear por la fuerza le reja de entrada…
La juventud que tanto contribuyó a hacer posible la revolución, los ciberactivistas, los militantes de los derechos humanos y otros tantos viven con angustia un proceso reaccionario y de restauración de una nueva dictadura
¡Cuántas cosas bellas y buenas! Desvanecimiento. Hundimiento en algo que se asemeja tanto al desfallecimiento, la sensación de un cielo plomizo que me cae encima…
Y en este punto, de repente, como por arte de magia, una mano suave me toca el hombro. ¡La mano de mi padre!
“Lina, ¿acaso no te dije que no se debe perder la confianza, que siempre hay que mantener la esperanza? Pues cariño, la sociedad civil ha recobrado sus sentidos y su capacidad de decisión: los estudiantes y sus profesores resisten a la barbarie. Los grupos de ciudadanos y de gente corriente cantan frente a la sede del gobierno las consignas de enero. Algunos diputados protestan encarnizadamente por el intento de los fundamentalistas de acaparar todos los poderes. Las discusiones amenazan la alianza tripartita”.
Más serena y tranquilizada, me he dejado invadir por el optimismo contagioso de mi viejo, y para reírme le he dicho: “y pronto descubriremos que el subsuelo de nuestro país esta repleto de oro y de petróleo”.
¡Qué duro es vivir la Revolución!
¡Qué bella es la Revolución! •
[…] Lina Ben Mhenni es autora de uno de los artículos de la revista culturas que la Fundación Tres Culturas dedicó a Túnez, ‘A Tunisian girl. Reflexiones de una bloguera’, en el que delibera sobre la aparición de movimientos políticos islamistas tras el triunfo de la revolución y la victoria del partido islamista al-Nahda en las primeras elecciones democráticas del país. El artículo completo se encuentra en el siguiente enlace: http://revistaculturas.org/a-tunisian-girl-reflexiones-de-una-bloguera/ […]