Jamal Malik
Cátedra de Estudios Islámicos, Universität Erfurt, Alemania. Autor de “Islam in South Asia – A Short History”. [+ DEL AUTOR]

De la tradición compartida al particularismo los casos de India, Pakistán y Bangladesh

Actualmente el sur de Asia alberga aproximadamente a un tercio de la población musulmana mundial, con un crecimiento anual por encima del 2%. Esta región siempre ha sido un importante centro de actividades teológicas, intelectuales y literarias musulmanas, representando una dinámica increíblemente polifacética, a veces afectando a círculos más amplios del mundo musulmán a través de los viajes y de las comunicaciones, cada vez más virtuales. Mientras que en el norte de la India el islam se introdujo por vía terrestre, a través de conquistas militares y migraciones forzosas, en el sur se introdujo principalmente por vía marítima, a través del comercio. En este sentido, es problemático hablar de un islam monolítico propio del sur de Asia y de una minoría musulmana india, dado el grado de diversidad y diferencias en la formación de las comunidades religiosas, en una escala que va desde las puras a las híbridas y que ha evolucionado a lo largo del tiempo y del espacio. De hecho, los musulmanes tuvieron que conciliar de un modo pragmático y negociar su postura en diferentes contextos y épocas, conduciendo a lo que se ha llamado cultura islamizada, que es aquella que no hace referencia a la religión en primera instancia, “sino al conjunto social y cultural asociado históricamente con el islam y con los musulmanes, tanto entre los mismos musulmanes como entre los no musulmanes”, (Marshall Hodgson: Venture of Islam. Conscience and History in a World Civilization, Chicago 1975, Vol. 1, p. 59).

Musulmanes frente a la mezquita del fuerte Ferozshah Kotla

Musulmanes frente a la mezquita emplazada en las ruinas del fuerte Ferozshah Kotla, durante la celebración de la festividad religiosa de Id al-Adha o Fiesta del Sacrificio, que marca el final de la peregrinación a la Meca y conmemora la disposición de Abraham a sacrificar a su hijo. Nueva Delhi, India, 9 de diciembre de 2008. / Anindito Mukherjee /EFE

Las tradiciones islamizadas del sur de Asia se fueron haciendo incluso más versátiles e inclusivas a medida que las comunidades de inmigrantes musulmanes se iban adaptando a los diferentes entornos de la India como portadores de una fe y una civilización diferentes. Cada vez más fueron expresando sus inquietudes usando los símbolos culturales compartidos y los idiomas locales en lugar de los iconos y el idioma de la élite. A buen seguro, el idioma litúrgico, el árabe, lo siguieron usando los eruditos ortodoxos, pero el persa no tardó en convertirse en el idioma usado por los tribunales, la administración y las tradiciones místicas; las tradiciones populares se componían en su mayoría en la lengua vernácula para hacerlas inteligibles a la población local independientemente de su clase social o nivel cultural.

EL PEQUEÑO PEREGRINAJE A LOS TEMPLOS

La expansión del islam se vio facilitada por la religiosidad popular y por las creencias místicas. Los defensores de tales visiones integradoras de las tradiciones musulmanas fueron las órdenes místicas que emigraron desde Asia Central a partir del siglo XII, ya que infundieron a la cultura de la élite símbolos locales y regionales, haciéndola accesible a las masas dentro de sus propia matriz subalterna, y en ocasiones convirtiéndose en agentes de la cultura elitista. Ni que decir tiene que estos procesos de universalidad y “parroquialismo” proporcionaron las bases para diferentes identidades religiosas exclusivas e inclusivas o intermedias. Esto era incluso más importante, ya que la anexión de partes más extensas de al-Hind estaba impulsada fundamentalmente por la búsqueda de nuevas zonas de cultivo y de los ingresos que éstas generarían. Los templos que aparecieron junto a las tumbas y los sarcófagos de los místicos se convirtieron en centros de difusión y a través de sus rituales consiguieron hacer que el islam fuera accesible a las masas que no tenían cultura. Les ofrecían manifestaciones del orden divino y los integraban en sus representaciones rituales, como participantes y también como patrocinadores, sobre todo en las fiestas anuales (en árabe urs, que significa literalmente matrimonio, como la unión del alma santa con el amado: Dios). El templo tiene por tanto una importancia terapéutica, social, económica y política; y, a diferencia de la mezquita, proporciona una fuente alternativa de identidad y comunicación, sobre todo para las vidas más bien monótonas de los campesinos y para las mujeres. Y ya que varias actividades –también llamadas “actividades no islámicas”– tienen lugar alrededor de estos centros y ya que, a menudo éstos representan el último refugio de los grupos sociales marginados, los templos se pueden considerar como microcosmos del islam local. El viaje al templo se denomina a menudo el pequeño peregrinaje. De este modo, la tradición local o pequeña tradición reemplaza a la tradición inclusiva, importante y orientada al centro del peregrinaje a La Meca. Una geografía compleja y sagrada disuelve el sistema centro-periferia. El canto sufí, el qawwali o el kalam, llevado al público occidental por el fallecido músico chishti, Nusrat Fateh Ali Khan, es uno de los muchos ejemplos de religión compartida y muestra cómo la música puede expresar el mensaje del pluralismo religioso.

Los templos que aparecieron junto a las tumbas y los sarcófagos de los místicos se convirtieron en centros de difusión y a través de sus rituales consiguieron hacer que el islam fuera accesible a las masas sin cultivar

Asimismo, los templos se convirtieron en centros donde se confería el poder divino en modos que eran aceptados tanto por musulmanes como por hindúes, sin mencionar su estrecha relación con el culto a las deidades autóctonas. Mecanismos de asimilación y refracción también eran evidentes en el campo de la cultura material: la integración de formas arquitectónicas locales por parte de los nuevos líderes políticos preservaría la grandiosidad de las dinastías locales en la memoria popular. En la práctica religiosa y en las fuentes epigráficas y literarias sánscritas, la religiosidad no era el principal indicador de identidad, distanciamiento o exclusivismo. Aunque los musulmanes que se establecieron en la región estaban influenciados por la arquitectura del Yemen y del Golfo Pérsico, el símbolo del islam, la mezquita, se adaptó a la arquitectura autóctona eliminando minaretes –el mihrab tradicional tampoco formaba parte de las mezquitas del norte de la India– o llenándose de motivos jainistas o hindúes como hojas de loto, o bien mostraban nombres e inscripciones bilingües: una en árabe y otra en la lengua local, representado una mezcla única de arquitecturas del Occidente Asiático y del sur de la India. Al adoptar la arquitectura del entorno local, se mostraba interacción y reciprocidad cultural más que hostilidad y conflicto. De este modo, el préstamo cultural por parte de los sultanes de las ciencias, símbolos, costumbres y rituales hindúes, como contenedores de memoria para la identidad de las comunidades religiosas, podría ganarles el favor de sus súbditos hindúes. “La interpretación ‘india’ del espacio sagrado” y su sincretismo arquitectónico desinhibido es más evidente en la arquitectura religiosa del Gujarat, o en la integración de formas y motivos hindúes y jainistas, las columnas ricamente labradas que provienen de la arquitectura de los templos locales, realizada también por artesanos locales, sobre todo en el sur de la India.

IDENTIDAD Y NECESIDAD

El asentamiento de los musulmanes se vio muy influenciado por el intercambio comercial y modificó la estructura social y la cultura material a medida que evolucionaba desde el punto de vista de las tradiciones vivas pluralistas. En ocasiones, la expansión musulmana corrió paralela a los cambios políticos, agrarios y religiosos que tuvieron lugar en la antigua civilización sánscrita. Al hacerse sedentarios –en algunos casos a causa del cultivo de arroz y por cambios en los lechos de los ríos– los agricultores se integraron en instituciones religiosas que se organizaban en torno a personajes carismáticos. Esto venía acompañado por una “rutinización del carisma” a través de la cual, por una parte, los hombres santos y su progenie se convertían en propietarios de las tierras. Por otra parte, los propietarios musulmanes se transmutaban en hombres santos, santificando así la autoridad burocrática. Un ejemplo importante de esto fue la intervención de los sunníes durante el sultanato de Delhi, que condujo a que los sufíes cuestionaran la autoridad del sultán: ¿quién era el verdadero gobernante de Delhi: el sultán terrenal o el maestro espiritual?

Esta mezcla multidimensional de lo profano con lo sagrado hizo que el islam se arraigase profundamente en la memoria cultural de las gentes. Los encuentros y la interacción entre musulmanes e hindúes dieron a estas regiones sus tradiciones musulmanas indias. Al mismo tiempo, las diferentes confesiones musulmanas se enfrentaron por el poder para representar al islam, a la vez que dependían de la aristocracia hindú, como se puso en evidencia a raíz de la caída del sultanato de Delhi, que marcó la creación de muchos principados musulmanes independientes.

Por supuesto la coalescencia de diferentes grupos de interés abrió numerosas fisuras, encontrando su racionalización teológica en escuelas distintas de pensamiento, tanto sunníes, chiíes, hanbalíes como shafiíes, místicas u ortodoxas. La expansión de la cosmología islámica se basaba, por tanto, en la capacidad de sus portadores –gobernantes, comerciantes, eruditos, sufíes, campesinos, etc.– de absorber, rechazar o reinterpretar; y en la flexibilidad de sus instituciones: donaciones de habices (waqf), mezquitas, templos, conventos (janqah) y escuelas (madrasa). Los hombres santos combinaron la devoción religiosa con labores organizativas en actos tan mundanos como la limpieza de los bosques o la recuperación de tierras, sin mencionar los actos piadosos de dirigir un janqah y establecer sus dominios espirituales (wilayat). Estos portadores fueron recordados no sólo por establecer instituciones musulmanas, sino también por movilizar a la gente para que cultivase las tierras. El éxito de los mogoles (a partir de 1494) dependió en gran medida de cómo utilizaron y se erigieron a partir de la estructura existente legada por sus predecesores.

El canto sufí qawwali, llevado al público occidental por el fallecido músico chishti Nusrat Fateh Ali Khan, muestra cómo la música puede expresar el mensaje del pluralismo religioso

Éstos eran algunos de los canales constitutivos usados al principio por los musulmanes durante su expansión para administrar las nuevas áreas. Las dinastías posteriores, sabias y a veces lo suficientemente pragmáticas, las usaron para adaptar sus políticas y el uso simbólico de la autoridad al entorno local. Después de todo, la apropiación del sur de Asia no hubiera sido posible sin el reconocimiento y el apoyo locales. Esta apropiación sucedió de un modo gradual, en ocasiones mediante guerras pero también mediante transferencias pacíficas de poder.

Mientras que algunos pensadores y políticos musulmanes se esforzaron en establecer una identidad islámica universal y exclusivista en el sentido más amplio, otros parecían trabajar por una identidad inclusivista y plural, usando la memoria histórica y los símbolos religiosos a su favor. Sin embargo, no podemos hablar de un grupo de gobernantes común y monolítico, como tampoco existía un cuerpo de funcionarios musulmanes. Uno y otro luchaban entre sí y también el uno contra el otro. A ambos, exclusivistas e inclusivistas, se les puede seguir la pista a través de piezas culturales y numismáticas. Incluso Mahmud (muerto en 1030), el guerrero musulmán arquetípico del teorizador político al-Barani (1285-1357), elaboró una versión en sánscrito de la profesión de fe islámica, en la que describía al Profeta como el avatar de Dios. Así, la coherencia numismática no se correspondía con los valores normativos de la retórica textual, sino que simbolizaba seguridad para la población autóctona para su participación económica y administrativa. En este sentido, las alianzas no se basaban en la identidad musulmana o hindú, sino en las identidades y necesidades de las comunidades más pequeñas.

Como se ha visto a lo largo de la historia, los actores del islam en el sur de Asia se adaptaron a las culturas locales, aunque los hindúes conversos aportaron su sistema social al islam. Mientras que éstos últimos permanecieron dentro de un universo cultural en gran parte hindú, los musulmanes conservaron muchas de sus creencias y prácticas. Fue posible compartir una gran cantidad de cultura sobre todo a través de la creativa interacción entre las ideas y las instituciones autóctonas y externas.
Por consiguiente, esta transferencia de consagración divina, transmitida entre otros medios a través de canciones e himnos, también tuvo lugar en la construcción del Imperio Mogol. Esa “Pax Mogólica” estaba basada en amplias reformas fiscales, administrativas, militares y agrarias, pero también en la mezcla de las ciencias racionales con el misticismo, y se vio asimismo apoyada por la literatura persa sobre conducta religiosa, que percibía la organización política en términos de cooperación adquirida a través de la justicia (sull-e kull = paz con todo el mundo). Aunque la compilación de leyes encargada por el emperador mogol, la llamada Fatawa-ye Alamgiri (1680) –que se considera una de las últimas grandes obras del Imperio Mogol– definitivamente consiguió homogeneizar el sistema legal, también endureció la jerarquía social de un sistema ya altamente estratificado, evocando el tejido social hindú. Sin embargo, esta compilación de leyes daba cuentas de la tenencia de tierras que a su vez tenía un impacto práctico en los tributos e impuestos. Esta recopilación jurídica concebida por el imperio fue algo nuevo y constituyó probablemente el preludio de una legislación moderna.

LA INFLUENCIA COLONIAL

Hacia finales del siglo XVII la debilidad del sistema fiscal mogol condujo en última instancia a movimientos de independencia que iniciaron muchos de los jefes que habían ostentado puestos importantes en la administración. Al considerar sus antiguos feudos como provincias, estaban estrechamente asociados con mercaderes y banqueros ricos. Introdujeron varias medidas administrativas y territoriales en estos mercados nacionales donde las comunidades musulmanas ya se veían como unidades culturales en territorios específicos, con nacionalismos locales y religiones devotas, sistemas fiscales centralizados, idioma estandarizado y una organización educativa. Externamente luchaban contra Delhi; internamente, estos Estados sucesores perseguían una “centralización regional”. Estos mercados nacionales también proporcionaban espacio para los europeos, que competían material y políticamente por controlar la nueva economía mundial. Así que el colonialismo no se expandió a sociedades tradicionales y primitivas, sino a las entidades políticas cerradas que habían reemplazado al Imperio Mogol. La Compañía Británica de las Indias Orientales fue integrando gradualmente estos mercados nacionales a una economía colonial con la ayuda de la administración indirecta y de informantes locales que habían sido educados en instituciones coloniales. Se tradujeron al inglés textos legales hindúes y musulmanes para acabar con la pluralidad judicial y promover una jurisdicción centralizada. A finales del siglo XVIII se introdujo un nuevo impuesto sobre las tierras que permitió la aparición de una nueva clase de terratenientes, pero que también avivó la animosidad entre hindúes y musulmanes que ya había aparecido debido a la riqueza de los hindúes. Los gobernantes se protegían de las agresiones externas mediante alianzas subsidiarias con las tropas británicas, a las que tenían que financiar. Esto era viable desde el punto de vista económico, ya que así se ahorraban energías para otros campos y esta práctica se legitimó usando la nominación mogola con el epíteto de Compañía Bahadur. De esta forma se introdujo el liberalismo económico europeo. La miseria de los indios se vio agravada por la fragmentación del sistema de tenencia de tierras, que fue el resultado inevitable de todos los factores anteriormente expuestos. Hacia 1820, la Compañía de las Indias había establecido su mandato pan-indio, convirtiendo así el monopolio comercial en un monopolio de dominación territorial.

La creciente influencia colonial se vio acompañada por cambios que se reflejaban en términos normativos subyacentes al proceso colonizador. La proyección cultural se utilizó como técnica de autoafirmación y demarcación: la fijación ontológica y la valoración de las diferencias como innatas e inherentes ayudaron a aumentar los antagonismos. La historiografía colonial, respaldada por el establecimiento de academias coloniales, proporcionó una estrategia de “lo plausible”. La construcción de un “otro” cultural como déspota oriental, seguido por discursos de “purificación” colonial, culminaron en la idea de que las Indias eran caóticas, con una sociedad dividida en castas y gobernable sólo mediante una administración indirecta, una política de alianzas subsidiarias o mediante coacción. Sin embargo, al mismo tiempo, los agentes del poder colonial emulaban la cultura mogola hasta un punto de mimetismo cultural, apropiándose, valorando y absorbiendo los discursos reformistas que ayudaron a crear su propia identidad. Los “excéntricos” de la identidad europea residían en estos procesos de reciprocidad, gradualmente convirtiéndose en discursos de distinción, sobre todo con la creciente llegada de misioneros cristianos después de 1813. En este contexto, las sociedades, asociaciones y comunidades religiosas musulmanas comenzaron a actuar como agentes de una población que se enfrentaba a la situación, usando cada vez más los medios de comunicación locales, que proporcionaban un espacio para los discursos de reforma. Emular la sunna como símbolo de la autoridad profética y como fuente de continuidad del pasado se consideraba necesario para guiar a los musulmanes en lo que ellos percibían como una situación de creciente depravación. Algunos de estos movimientos incluso llegaron a humanizar al Profeta, mientras que otros siguieron fieles a su inviolabilidad, pero todos mantenían los mismos objetivos: movilizarse contra un gobierno injusto y ofrecer remedios alternativos en línea con la ética del Profeta. Este complejo proceso de evolución de los diferentes públicos religiosos permitió enfrentamientos coloniales al mismo nivel discursivo de reforma y ya contenía una buena dosis de emancipación.

Hacia 1820 la Compañía de las Indias había establecido su mandato pan-indio, convirtiendo así el monopolio comercial en un monopolio de dominación territorial

Los colonialistas estaban abiertos al proceso de emancipación autóctona aunque amenazaba al despliegue colonial. Por tanto, la semántica del tradicionalismo y, tras esto, de la modernización de Oriente iba a dotar a la colonia de “civismo” y salvaguardar la explotación económica. Éste era el principal proyecto colonial. Y de esa forma, las sociedades indias sufrieron un proceso de “comunalismo”, las comunidades hindúes y musulmanas se convirtieron en dos actores monolíticos de la memoria colonial. El ritmo de la invasión colonial acabó conduciendo a la revuelta de 1857. En la memoria cultural, la revuelta es narrada de un modo diferente por colonizadores o colonizados: una guerra de independencia o una rebelión, un intento de establecer una agenda reformada o un intento de restablecer el Imperio Mogol. La política de la misión civilizadora sirvió a la política de homogenización y nacionalismo oficial. Esto proporcionó legitimidad al sector colonial que se iba expandiendo gradualmente con la ayuda de influyentes actores leales, donaciones religiosas para promover la educación de los musulmanes que estaba bajo control colonial. Sin embargo, la enorme reestructuración de la sociedad originó nuevas formaciones sociales con nuevas necesidades sociales y nuevas formas de articulación y descontento debido a las limitadas posibilidades de participar en el proyecto colonial.

HACIA LA PARTICIÓN DE LA INDIA Y LA APARICIÓN DE LOS ESTADOS DE PAKISTÁN Y BANGLADESH

La situación colonial marcó el comienzo de una nueva fase de formación e institucionalización de las comunidades musulmanas. A pesar de los grandes cambios, a los musulmanes les llevó muchas décadas restablecer al islam como fuerza normativa en la opinión pública. El énfasis en el hadiz y la posición central del Profeta eran los vehículos principales en este esfuerzo –aunque las posturas fluctuaban entre tratarse de un conflicto o de un complemento–. El proceso de emancipación del siglo XVIII se radicalizó en el XIX. Se podría considerar esta fase en términos de neo-confesionalismo, caracterizada por un alto grado de difusión del saber y de devoción islámicos, facilitada por los medios de comunicación, el aumento de la movilidad por el mundo árabe y las ideas panislámicas. El puritanismo islámico jugó un importante papel en esta expansión, porque apareció en diferentes formas –a veces contradictorias-, tales como un islam escrituralista y a la vez sufí. Este último era una parte integral e importante de la sociedad incluso cuando los movimientos reformistas urbanos estaban intentando librarse de él. El resurgimiento de actividades rituales y de normas sacadas de las escrituras fueron importantes para establecer grupos confesionales de lucha bien diferenciados, funcionalmente atribuidos a la cultura académica en la esfera pública. A estos grupos se les unieron otros más tarde durante la lucha colonial. Como actores que se enfrentan en un espacio religioso plural, éstos iban desde los “tradicionalistas” a los “modernistas”, reorganizando y convirtiendo en local la nueva situación en un entorno colonial de diferentes maneras. En su búsqueda del “civismo”, sus rasgos islámicos se hicieron públicos, manteniendo al profeta Mahoma como ejemplo normativo, bien emulando su tradición o criticando su viabilidad histórica, como hizo S. Ahmad Khan.

Un joven refugiado se sienta en el muro de Purana Qila

Un joven refugiado se sienta en el muro de Purana Qila, transformado en un extenso campo de refugiados en Delhi. Imagen de la fotoperiodista Margaret Bourke-White de 1947. Courtesy Visage images. Imagen cortesía de Jamal Malik

Los reformistas iconoclastas que se basaban en el hadiz (como la corriente islámica Ahl-e Hadiz), y aquellos que propugnaban una reforma educativa centrada en la teología y en el estudio de las ciencias tradicionales (los deobandíes), surgieron junto a grupos sufíes (los barelvíes), salvaguardando la tradición hanafí o rechazándola. Basados en diferentes grupos sociales y regionales, sus autores se centran en la jurisprudencia, en las tradiciones del Profeta, en el sufismo y en prácticas religiosas populares, y difieren en asuntos doctrinales como el seguir a una determinada escuela de jurisprudencia islámica, el misticismo y la definición de innovación. A diferencia de estos movimientos más internalizados, otros buscaban un enfoque más externalizado, ocupándose de asuntos de crítica colonial como el de la autenticidad del hadiz. Al aprovechar esto para su propia tradición musulmana también adoptaron categorías coloniales de la religión. Muchos intelectuales musulmanes acabaron por adoptar la noción de tradición en el sentido colonial y la usaron para sus reformas, dirigiendo teleológicamente dichas reformas hacia la “modernidad”, que se consideraba inherente al colonialismo. Este tradicionalismo puede tener un lado dinámico e innovador, de forma que tanto la minoría como la mayoría mantenían así un discurso de pánico a lo musulmán en un contexto de predominio hindú. Sin embargo, otros intentaron encontrar el equilibrio mediante la reforma del plan de estudios (como la escuela reformista Nadwat al-Ulama), que se había desarrollado en el contexto de la evolución de los Estados principescos del siglo XVIII. En la búsqueda del civismo y de cumplir con las exigencias coloniales, todos estos grupos intentaron volver a llevar lo religioso (reducido a la esfera privada desde la intervención colonial) al terreno público. Acabaron politizando y masculinizando el islam, que se encontró con otra oleada de restricciones coloniales. Aunque estos movimientos no consiguieron organizar a los indios en una plataforma común para expresar su preocupación sobre la política colonial, se desarrollaron otras organizaciones seglares guiadas por la clase media y terratenientes de origen hindú y musulmán. Su argumento “moderado” para conseguir una mayor participación y representación en la política de la India británica acabó por hacer un mayor uso de la política de identidad, como fue el caso de la Liga Musulmana y del Congreso Nacional Indio. Esto condujo a la evolución de los bloques monolíticos religiosos en vísperas de la independencia política. Es en ese momento cuando se desarrolló un concepto específico sobre las mujeres musulmanas, algunos basados en la tradición islámica, pero la mayoría de ellos referidos al encuentro colonial y a los procesos de reciprocidad con los ideales europeos de castidad.

En la búsqueda por cumplir con las exigencias coloniales, todos los grupos intentaron volver a llevar lo religioso al terreno público. Acabaron politizando y masculinizando el islam

Al tiempo que el descontento crecía, los movimientos nacionalistas se alzaron contra el gobierno colonial, lo que condujo a acuerdos provisionales pero que no pudieron evitar que las masas salieran a las calles. Cuando la política colonial aceleró el ritmo del proceso de comunalismo, sus partidarios musulmanes no tardaron mucho en crear instituciones como los anjuman. A la sombra de la protección colonial esperaban salvaguardar su posición socioeconómica de la mayoría hindú que se estaba agrupando para apoyar sus propias consignas de identidad. Así que las políticas de identidad hindúes y musulmanas surgieron al mismo tiempo bajo las condiciones de modernidad colonial. Siguieron varias políticas y reformas para negociar estos límites religiosos divididos pero fue en vano. En un intento de vencer esta aporía interna, hindúes y nacionalistas pan-indios musulmanes se unieron en un entente único en el primer cuarto del siglo XX, el movimiento Khilafat, que adquirió significados diferentes para las diferentes partes implicadas. Su fracaso condujo a un derramamiento de sangre mucho mayor, proporcionando un motivo para la movilización de las masas desconocido hasta aquel momento en esa parte del mundo. Mientras que algunos nacionalistas musulmanes apostaron por una política de identidad para la formación de un Estado musulmán independiente, otros se mostraban reacios a unirse al movimiento. Después de que la idea de una nación musulmana independiente se manifestase abiertamente, la formación de un Estado soberano tardó aún otra década y media en materializarse. La semántica del simbolismo islámico se extendió, mientras que la política colonial oscilaba entre la coacción y la contemporización.

Por fin la India británica se dividió en la India independiente y Pakistán, fragmentado en una parte oriental y otra occidental, provocando el mayor movimiento migratorio y desplazamiento de personas de la historia reciente que condujo a una prolongada violencia interna. Mientras tanto, la población musulmana se había diversificado en una plétora de comunidades, algunas de ellas implicadas en la lucha por conseguir un Estado independiente para los musulmanes, pero la mayoría de ellas se mostraban reacias a que líderes seculares representasen a la autoridad islámica. El problema era que esta autoridad representase la singularidad de la tradición profética. Grupos mesiánicos, misioneros, cuasi fascistas, islamistas, modernistas y grupos seculares, algunos de ellos fuertemente unidos mediante patrones institucionales e ideas normativas, otros no estaban excesivamente organizados, dejando así mucho espacio individual para la acción política. Algunos se limitaban al sur de Asia y a discursos internos (los movimientos Ahrar y Khaksar), otros se extendieron debido a sus flexibles estructuras organizativas y postulados universales (los movimientos Tablighi Jama`at y Ahmadiyya). Sin embargo, otros se situaron en la vanguardia de la revolución islámica (Jamaat-e Islami). La cultura mística musulmana y la religión compartida también jugaron su papel en la formación de dichos movimientos, aunque los líderes de los mismos expresaban su antipatía hacia estos patrones tradicionales de organización social y religiosa; sin embargo, recurrieron a ellos en términos de semántica e institucionalización. Los sufíes habían sufrido el enfrentamiento de los movimientos reformistas islámicos, de actividades panislámicas y salafíes y finalmente de las organizaciones islamistas. Estas últimas emplearon el lenguaje colonial y de la cultura urbana colonizada a los que tuvieron acceso a través de los medios de comunicación. En diferentes discursos –tanto polémicos como académicos– intentaron presentarse como los únicos agentes del islam, a pesar de sus opiniones de enfrentamiento, llamando a las ideas místicas y a las prácticas religiosas populares conceptos ilícitos. De este modo, esta parte de las tradiciones islamizadas fue relegada a la esfera privada y por tanto feminizada.

Sin embargo, en el sur de Asia es muy frecuente esta religión compartida, como consecuencia del limitado éxito de los movimientos reformistas y politizados con respecto a esta parte compleja y vital del islam que se practica prácticamente en todas partes. Dadas las diferentes formaciones religiosas y seculares que se enfrentaban, desarrollándose, estableciéndose y desapareciendo a lo largo del tiempo, eficaces para crear narraciones o para cuestionarlas con éxito, la historia de los musulmanes del sur de Asia parece proporcionar los mejores ejemplos para las tendencias teleológicas que son tan características de las extensas narraciones de esta parte del mundo. ¡Como si el comandante Muhammad ibn Qasim hubiese colocado la piedra angular para establecer una nación musulmana independiente trece siglos antes! El poder narrativo de estas historias no puede, no obstante, infravalorarse y mucho menos ignorarse. Determina la cultura política de los Estados independientes en sus políticas y asuntos de actualidad diarios, influidos por políticas de identidad que animan a los Estados a la lucha armada, sobre todo contra Cachemira, incluso conduciéndolos al borde de la destrucción atómica.

Mujeres hindúes durante el comienzo del gran festival Durga Puja

Mujeres hindúes durante el comienzo del gran festival Durga Puja, que se celebra en todo el país. Dhaka, Bangladesh, 9 de octubre de 2005. / Abir Abdullah /EFE

La división entre Pakistán e India fue concebida más para los musulmanes que para el islam en primer lugar, pero fue impuesta como tal en la laboriosa y extensa dramaturgia que subyacía bajo los discursos de los políticos religiosos. Y dado que el Estado musulmán fue separado por ser presunto enemigo en dos alas culturalmente diferentes, no se pudo desarrollar una forma productiva de integración cultural y nacional. En cambio, se desarrollaron dependencias unilaterales, que como era de suponer condujo al rencor por ambas partes. Los líderes políticos, de parte de la tradición colonial, se mostraron como potentados autoritarios que buscaban coaliciones oportunistas para mantener sus puestos. Los controvertidos debates sobre la islamicidad del nuevo Estado, Pakistán, tenían mucha relevancia, pero no bastaban para integrar las inquietudes específicas de estas regiones en una misma ideología nacional homogénea, por no mencionar los problemas derivados de las dos alas al ser éstas cultural y lingüísticamente diferentes. Los políticos que emplearon medios coactivos no consiguieron establecer las condiciones previas de infraestructura, extremadamente necesarias, para el difícil proceso de integración nacional. Además, los patrones de organización social que seguían en vigor, y que estaban enraizados en la sociedad desde hacía mucho tiempo, desaparecieron a causa de la política de nacionalización sin que se proporcionaran alternativas adecuadas. La política de modernización tuvo consecuencias negativas para la mayor parte de la población rural; los discursos sobre la modernización giraban en torno a la autenticidad y al significado normativo del hadiz, del cual los ulemas se consideraban guardianes. Así que era sólo una cuestión de tiempo que el país acabara por dividirse. Las políticas represivas continuaron, lo que condujo a estallidos de mucha violencia; estallidos que eran muestra de los angustiados intentos por parte de las masas de ciudadanos empobrecidos y marginados para liberarse del yugo de la dominación poscolonial más que de los excesos nihilistas de algunos grupos marginales. Sin duda, el fundamentalismo islámico prosperó en ese terreno y se articuló para ofrecer las vías hacia una salvación autoproclamada.

La división entre Pakistán e India fue concebida más para los musulmanes que para el islam, pero fue impuesta como tal en la laboriosa y extensa dramaturgia que subyacía bajo los discursos de los políticos religiosos

Estas tensiones se hicieron incluso más evidentes tras el establecimiento del tercer nuevo Estado del sur de Asia, Bangladesh. Debería afirmarse que el repertorio del islam proporcionó formas para interpretar de un modo ingenioso cómo usar la semántica religiosa para fines políticos, sobre todo frente al creciente número de sociedades civiles, articuladas desde un punto de vista religioso, de las que estudiosos del islam, sufíes, intelectuales y políticos formaban parte. Las escuelas religiosas, relegadas a la esfera privada desde los tiempos coloniales, proporcionaron apoyo y refugio a los pobres, y llegaron a jugar un papel en movilizar y avivar sus sentimientos de desesperación. Todo esto fue el conflicto resultante contra el Estado de poder dispuesto contra los ciudadanos marginados, y se podría añadir, que se trataba de un conflicto sistémico. El lenguaje homogeneizador de la política de islamización se encontró con intentos de homogeneización similares entre las diferentes escuelas de pensamiento para competir a pequeña escala. Aunque la raíz de estos acontecimientos es ciertamente autóctona, éstos se vieron apoyados por intereses extranjeros que usaron las redes de estas instituciones para diseñar y llevar a cabo incluso guerras subsidiarias que literalmente condujeron a los países de mayoría musulmana del sur de Asia al borde del colapso y de la guerra civil. Sin embargo, esto no significa que nos estemos dirigiendo desde un punto de visa teleológico hacia un destino sombrío, tal como los medios de comunicación y muchos de los recientes análisis políticos nos han hecho creer. De hecho, hay muchos claros ejemplos de culturas islámicas florecientes en diferentes niveles de la sociedad que –en conjunción con los discursos que circulan sobre el islam y el poder– se pueden aprovechar para una cultura política en la que la mayor parte de sus participantes puedan encontrar su destino. Puede ponerse en duda si la política impuesta de “moderación ilustrada” tuvo la suficiente cobertura semántica para poder mantener estos acontecimientos. Lo que parece ser más importante es dotar de poder a las personas, es decir, una mayor democratización de todas las instituciones de las que los ciudadanos puedan obtener prestaciones y hacer valer sus derechos. Las ideas de reforma y democratización referidas a los discursos islámicos podrían ser de ayuda porque es este lenguaje, con connotaciones religiosas e integrado socio-culturalmente, el que la mayoría de la gente conoce y agradece. Lo mismo les sucede a los musulmanes de la India independiente que se encuentran divididos en varios grupos que compiten en todos los aspectos del término. Igual que ocurre en Pakistán y Bangladesh, la mayor parte de los musulmanes indios se encuentran en un estado de angustia, o de desolación más bien, al encontrarse la nación India aún acechada por la provocación del comunalismo y del fundamentalismo religioso, posiblemente en su forma más agresiva. La narrativa de las monolíticas pero poderosas comunidades hindúes indias, y de las impotentes comunidades musulmanas, despliega su energía extraordinaria en áreas relacionadas con el idioma, el sexo, el espacio y las leyes. Éstos son usados funcionalmente por los políticos religiosos y los políticos de identidad, hindúes y musulmanes, para consolidar sus posturas. Hasta ahora, esta narrativa ha hecho que rebroten disturbios internos que paralizan de nuevo los límites religiosos y legitimados religiosamente entre estas comunidades. Aquí también, las instituciones musulmanas como las madrasas y las donaciones de habices están sujetas a intentos de civismo disfrazados de reformas estatales que normalmente causan resentimiento. Es la formación de comunidades religiosas la que constituye, de una manera desprivatizada, el patrón de sociedad civil y de este modo podría tener el potencial de ofrecer alternativas viables, factibles y prometedoras. Sin embargo, es discutible si son realmente capaces, en la situación actual fuertemente influenciada por actores globales, de consolidar la sociedad civil por el bien de una unidad nacionalmente integrada con la ayuda de postulados de connotación religiosa. Esto es cierto sobre todo cuando la enorme separación que existe entre el creciente número de los que viven bajo el umbral de la pobreza y la clase media –creciente en apariencia (en términos absolutos), pero en realidad disminuyendo (en relación a la población)– se va haciendo mayor día a día.

CONCLUSIÓN

Los debates sobre identidad islámica y normatividad, sobre el grado de ortodoxia y el seguimiento de la tradición del Profeta, forman parte del islam culto, que en el contexto indio parece estar influenciado por complejos de superioridad. De ahí que se celebre la semántica de la diáspora, la noción del exilio y el mito del retorno y se sugiera un recuerdo nostálgico que mire al pasado. Sin embargo, el sur de Asia es rico, no solo en términos de imaginario sino de espacio para el pluralismo religioso, que puede y da cabida en el mejor sentido de la palabra a múltiples identidades y trabajos de frontera. Siempre y cuando consideremos el potencial agradable y no ideológico de la realidad religiosa viva de cada día como algo viable para el proceso de integración cultural, podremos estar tranquilos. El islam vivo ofrece una amplia panoplia de adaptaciones internas, que transcienden los límites de los dogmas y debates sobre autenticidad. Por el contrario, parece ser el discurso aprendido del islam el que reconsidera la frustración de los musulmanes en la propia generalización de sus problemas. Sin embargo, este tipo de globalización no pasa necesariamente por el isomorfismo, aunque puede afectar a la localización y provocar disociación, y aún así contar con tendencias homogeneizadoras notablemente similares. Después de todo, estas diferencias son partes sistémicas de la continua vitalidad religiosa de las culturas musulmanas, aún más en el sur de Asia. Y se deberían entender como facetas diferentes de praxis cultural integradas en sistemas de símbolos culturalmente condicionados, es decir la religión viva, en su riqueza contextual. •

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